Comenzó la Feria Internacional del Libro, y aquí estoy metido entre esta montonera de textos de toda clase. Todos grandes, todos voluminosos, que me miran por encima del lomo. Yo soy una pequeñez al lado de ellos. Los buscadores de libros llegan y a mí ni me miran. No me ven. Estoy perdido entre los gigantes de las letras, entre tantos éxitos editoriales.
La semana pasada le escuché decir a mi autora, una hermosa jovencita, de sonrisa encantadora, que comienza su carrera como escritora:
-Este año iré a la Feria internacional del libro, en Bogotá, y llevaré mi pequeño tesoro de poesía para darlo a conocer. Es pequeño de tamaño, pero grande de contenido.
Habla sola, mi poeta, como loca. Anda entusiasmada conmigo porque soy su primer libro, “mi primer hijo”, grita y me lanza al aire y me abre de pastas y yo pienso que me va a dar un porrazo contra el suelo, pero me sujeta a tiempo y no me deja golpear.
El día que salí de la imprenta, yo iba todo orgullosito, oloroso a tinta fresca, y haciendo planes para mi nueva vida que ahora empezaba. Pero cuando oí decir que me harían un lanzamiento, me preocupé porque me pregunté desde dónde me irían a lanzar. Después supe que lanzamiento, en lenguaje libresco, quiere decir presentación en sociedad, y me alegré, porque mi portada es preciosa y mis poemas les harán cosquillas en el alma a mis lectores.
Mis versos son alegres como la llovizna, tiernos como risa de niño y pegajosos como la música de diciembre. Son versos de amor, algunas veces con un poco de nostalgia, pero siempre con la fuerza que da el saber que alguien nos quiere.
Cuando me hicieron la presentación, casi me salgo de las solapas. Todos hablaban de mí, y yo no lo podía creer. A mi autora le sobraban los besos y los abrazos, y a mí me sobraban las caricias y las ojeadas y las hojeadas. Entre vinos y aplausos y lectura de mis poemas, se fue la noche. Nunca pensé que yo fuera a ser tan importante, gracias a Nohemí, mi autora.
Pero ahora aquí, en este océano de libros, yo me siento aturdido y a punto de naufragar. Quiso el destino que mi ubicación en este mostrador estuviera al lado de libros gigantones: la Biblia en imágenes, el Quijote en edición de lujo y la Divina Comedia con tapas de cuero repujado. Y a su lado, yo, ínfimo, insignificante, impreso en papel periódico y con tapas de cartulina común y silvestre. No hay derecho.
Mi única satisfacción es cuando llega Nohemí, me saca de mi escondite y me muestra a sus amigos, otros escritores. Ellos me leen y vuelven las felicitaciones y los abrazos.
Pero mi mejor día, fecha inolvidable, fue cuando vino el escritor que indujo a mi autora para que me publicara. Me tomó sonriente, me levantó en una mano y abrazando con la otra a Nohemí, comenzó a gritar: “Aquí tienen, señoras y señoras, el mejor libro de esta feria, los mejores versos, el más grande mensaje de amor”. Y la gente comenzó a llegar y me llevaban jubilosos. Y ella me autografiaba. “El libro se vendió como pan caliente”, escuché que se cuchicheaban entre besos y sonrisas. Después vino la celebración privada. Sólo estuvimos los dos poetas y yo, pero a mí, ni vino me dieron. Me rendí temprano. Estaba agotado porque la Feria es un camello. Mis páginas me dolían y mis palabras sudaban tinta.
Cuando desperté, yo era apenas un manojo de versos en la libreta de Nohemí, que ella pensaba publicar.
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