Los sabios acostumbran sentarse a conversar de los mortales, mientras hilan pedacitos de luz en el camino de la vida.
Mientras tanto, los aprendices de amaneceres buscamos enamorarnos de nuestra verdad, cortejarla en la intimidad y sembrarla de anhelos, con un aliento parecido al suspiro silencioso de las estrellas.
Y la naturaleza despliega su elocuencia latente, replicada en los trinos de los pájaros y en la belleza que duerme en los pétalos de las flores, para inspirarnos a narrar su vocación con adjetivos ingenuos.
Es la magia del universo convocando a sabios y aprendices a mirar al porvenir, y observar cómo los años riegan la memoria y nos permiten sentirnos más buenos de lo que en realidad somos, o fuimos.
A la orilla del tiempo los instantes van ordenando los sentimientos en círculo, como en un sendero de lunas, y escuchan el eco de nuestra consciencia para ver cómo -sí o no-, dejábamos pasar de largo la vanidad.
No hay duda: el escenario que se presenta es maravilloso, ideal, como para bordar ilusiones bonitas, iluminar la ruta al corazón y llenarla de espejos para ver quién descubre primero la esperanza.
Al final de su jornada de sabios, con una sonrisa parecida a la de la nostalgia buena, se conmueven de nuestra fragilidad y nos hacen apostar más sueños para intentar ganar el juego al destino.
EPÍLOGO: Si elegimos la sabiduría como centro y horizonte, a la vez, será más fácil caminar por los pedacitos de tiempo que se van juntando, verso a verso, acurrucados en el recinto del alma.