No cursó ninguna licenciatura ni estudió en ninguna Normal, para formarse como profesora. Aún más. Ni siquiera terminó la escuela primaria. Cursó hasta segundo año elemental porque los oficios de la casa no daban espera.
Era hija de arriero y debía ayudar al mantenimiento de las bestias, a cuidar los potreros, a cortar y picar la caña, y, en ocasiones, debía viajar con su papá para ayudarlo con las cargas y las mulas. Por lo tanto, ni el gobierno ni nadie la nombraron maestra. Pero ella se dio sus mañas para serlo.
Ya casada, cuando su pequeño hijo estaba en edad de aprender aquello de “la m con la a, ma”, la joven madre empezó a repasar lo poco que sabía, se consiguió una citolegia (cartilla que era un compendio sencillo de algunas materias básicas), compró una pizarra y en sus ratos libres le enseñaba lo que podía y como podía al niño, que apenas tenía cinco años.
En la escuela no recibían niños menores de siete años.
En su labor de enseñanza se apoyaba en la autoridad de un rejo, de los chucos o fuetes de la arriería, y, por las buenas o por las malas, el pequeño hijo se fue metiendo por los caminos del aprendizaje, de manera que cuando pudo entrar a la escuela ya era un estudiante aventajado, que sabía leer, escribir, sumar, restar y las tablas de multiplicar.
El niño fue matriculado en primero, pero al poco tiempo lo pasaron a segundo.
En vez de cancanear en la cartilla Charry, como casi todos los demás compañeros, aquel niño leía de corrido, y en vez de cartilla llevaba en su mochila el libro cuarto de La Alegría de leer.
De modo que aquella joven señora, que no se había preparado para la docencia, pero que tenía vocación de educadora, se salió con las suyas.
Su hijo empezó a sobresalir por la lectura y era el que leía el programa en las izadas de bandera y el que recitaba Rinrín renacuajo y el que se aprendía de memoria los papeles más largos en los sainetes y comedias de las veladas que se presentaban en la escuela.
Todo, gracias a los esfuerzos de aquella maestra, secundada por el rejo del que ella decía que es “el que manda y no ruega”.
Pero no se quedaron ahí las enseñanzas de la mamá docente. Cuando el hijo, becado por la parroquia, se fue a un internado a estudiar bachillerato ella lo seguía educando. Por aquellas calendas la Iglesia católica editaba un periódico, El Campesino, que junto con Radio Sutatenza, educaban al trabajador del campo. Al pueblo llegaba el periódico que tenía una página literaria, y la mamá recortaba los poemas que allí aparecían y se los enviaba a su hijo: “Se los aprende, mijo, para que me los recite cuando venga de vacaciones”. Y el muchacho se fue aficionando a la poesía y a la literatura en general, gracias a aquella maestra.
Al hijo le dio por escribir versos y cuentos, y reconoce que fue la mamá la “culpable” de que él hubiera salido poeta “si es ello ser poeta”.
Por eso, hoy, 15 de mayo, día del maestro, aquel hijo, que soy yo, le rinde homenaje a Desideria, mi mamá-maestra, que me llevó de la mano por el camino de las letras, con aquello de “la m con la a, ma”. En el cielo, mi mamá hoy estará sonriente al leer esta columna, que seguramente, orgullosa, se la mostrará al Padre eterno y a los demás contertulios del Paraíso celestial.