La Corte Constitucional colombiana fue noticia esta semana porque, al resolver una tutela donde estaban involucrados los derechos de un niño, se tomó la tarea de explicar en palabras sencillas y amables la decisión tomada. La finalidad era que el niño pudiera entender cómo lo beneficiaba esa sentencia. Las noticias hacían énfasis en dos puntos: la forma emotiva en que la Corte se dirige al niño y la necesidad de que los abogados se comuniquen en un lenguaje más claro. Voy a referirme a este segundo punto.
La comunicación de los abogados generalmente consiste en argumentar, es decir, dar razones para estar de acuerdo o en desacuerdo con algo. Por esto, se dice que la argumentación es la principal actividad de quienes ejercen el derecho.
No obstante, los abogados tendemos a pensar que hablamos y escribimos bien, y que las personas entienden lo que hablamos. Tal parece que no es así y la sentencia de la Corte Constitucional evidencia algunas de esas fallas. Y esta es quizá una de las tareas más difíciles en la formación jurídica y en el ejercicio de la profesión: aprender cosas que ya creemos saber.
Me explico. Si la argumentación es una forma de comunicación, entonces debemos hacerlo con claridad. Esto no significa que se tengan que suprimir algunas palabras técnicas propias de la profesión. Significa que los profesionales jurídicos no deben esforzarse tanto por hacer alarde de términos pomposos, sino en saber cómo se utilizan para resolver un caso en concreto.
Se dice que el exceso del lenguaje técnico e inaccesible es muchas veces un refugio de la mediocridad. Yo creo que esto es cierto. Pero, además, considero que el uso excesivo del lenguaje técnico tiene una consecuencia peligrosa: alejar a una gran parte de la población de las discusiones que afectan sus derechos. De esta forma, la justicia termina siendo solamente un tema de abogados. Esto perjudica el diálogo y la argumentación en la vida cotidiana.
En el día a día hablamos y justificamos nuestras posturas ante otras personas: en una cita médica, con un funcionario público o con el jefe en el trabajo. Sin embargo, pocas veces se escucha a la otra persona y se discuten sus argumentos. Casi siempre se obedece por fuerza de la autoridad y no porque haya buenas razones para hacerlo. Esto es un gran problema en un país donde las personas tienen una mala imagen de las instituciones públicas.
Sin embargo, hay que admitir que no somos los únicos que hablamos o argumentamos en términos endiablados. Les pasa a economistas y médicos. Estas personas usualmente resuelven problemas que involucran derechos ajenos y también manejan una jerga que está al alcance de unos pocos. Hablar un lenguaje claro, entonces, es una necesidad de quienes ejercen una profesión que afecta o beneficia a otras personas. No es un asunto que solo interese a abogados.
Es probable que el ejemplo de la Corte Constitucional sea imitado por otros juzgados del país. Y eso podría dejar las cosas tal y como están. Porque puede ocurrir que, en lugar de esforzarse en escribir decisiones judiciales en un lenguaje más claro, los jueces prefieran agregar un resumen didáctico al final de la sentencia en el que se diga “en caso de duda, remítase a los argumentos expuestos en la parte motiva”.