Se acabaron las libretas de apuntes. Me da pesar, porque yo las utilizaba siempre: para hacer versos, para elaborarles acrósticos a las muchachas, para apuntar temas que me sirvieran después para mis columnas periodísticas, para anotar fechas de cumpleaños, en fin, para todo y para cualquier cosa, ahí estaba la libreta de apuntes.
Mi tío Santos Ardila tenía en Las Mercedes una tienda. Tienda de pueblo, donde vendía de todo: desde botas pantaneras y cotizas, hasta hilo y agujas para coser. Desde pescado seco, hasta pólvora para escopeta. Desde pastillas para cuajar la leche y hacer queso, hasta enjalmas para bestias. Vendía balas para revólver, bacenillas y vinagre. Novenas, fríjoles y purgantes para los niños lombricientos. Cada mes viajaba a Cúcuta a renovar su mercancía.
Como la memoria es infiel (femeninamente infiel, dicen algunos) mi tío tenia también su cuaderno de apuntes, cuya primera mitad la destinaba para anotar a los que les fiaba artículos de la tienda, y la otra mitad para apuntar los artículos que se le iban agotando para comprarlos después en los Abastos de Cúcuta.
La secretaria del cura tenía su libreta de apuntes para anotar las misas que los feligreses mandaban a celebrar, las limosnas que recibía y los matrimonios y bautizos del mes. Y el cura llevaba su otra libreta, la de presentar a la curia.
El corregidor llevaba sus apuntes de presos, de multas, de borrachitos escandalosos y de vecinas chismosas, en su libreta oficial con el escudo de la república de Colombia.
De modo que todo giraba alrededor de las libretas de apuntes, elemento imprescindible en todas las actividades del pueblo.
Pero llegó el progreso y las libretas de apuntes se acabaron allá y aquí y en todas partes. Por eso me da nostalgia. Hace poco estuve en el pueblo y encontré que los tenderos ya tienen celular y en ese aparatico de bolsillo tienen todo anotado: los que deben, los que no pagan, los artículos agotados.
La secretaria del cura tiene un portátil para llevar las cuentas de la parroquia, los nombres de los que no van a misa, los que van pero no dan limosna, los que viven amancebados, los caballeros del santo sepulcro y las adoradoras.
El corregidor tiene una Tablet que le mandó el gobernador y allí está la vida civil de los habitantes del pueblo junto con su filiación política (conservadores de los de Marta Lucía y conservadores de los otros), las multas registradas, los muertos y los que nacen, los que llegan de Venezuela y los que se van en busca de mejores horizontes, y, dicen, que hasta los mozos y mozas (quiero decir la gente joven) tienen en aquel aparato su capítulo especial.
Los peseros ya no tienen su cuaderno sangrado para anotar a los que llevan al fiado la libra de carne o el kilo de chinchurria. Ahora tienen aparato electrónico.
La señora del guarapo (a la que llamaban María Larga) ya no lleva, como antes, las cuentas con rayitas en la pared, sino es su hija, la que está en la escuela, la que le lleva en su portátil la relación de las totumadas de tan deliciosa bebida que le deben pagar el domingo.
Y hasta yo mismo me doy mis ínfulas. Ahora no cargo la agenda diaria que compraba año tras año en las Paulinas, sino que, desde que mis hijos me enseñaron a manejar las aplicaciones del celular, ahora medio me defiendo con ellas y allí meto todo. Debo confesar, sin embargo, que a veces me aparecen versos mezclados con mis deudas, temas para mis columnas entre direcciones de amigos, acrósticos entre la lista de mercado que mi mujer me encarga todos los sábados, y así todo se me vuelve una mezcolanza, que me hace renegar de estos adelantos tecnológicos. Lo que no me pasaba cuando yo llevaba mi libreta de apuntes.
A las libretas de apuntes no se les caía la red. No se quedaban sin internet. No se bloqueaban. No había necesidad de mandarlas a recetear: con arrancar una hoja bastaba. Para la libreta o cuaderno de apuntes no había que comprar datos, ni mandarla a recargar ni comprarle minutos.
Cuánto añoro mi libreta de apuntes. En el viejo baúl de mi mamá, que me quedó de herencia, echaba mis viejas libretas, año tras año. Ahora, cuando las repaso, me sirven para revivir épocas felices. Y siento que se me nublan los ojos. No es que llore (“No sea machete, los hombres no lloran”, me decía mi mamá). Como dice una vieja canción: Son gotitas de dolor.
A mis libretas de apuntes las añoro casi tanto como dicen que los enamorados añoran a sus viejos amores.
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