En la época del Renacimiento, Tomás Moro -en Utopía- concibió una isla perfecta, en que el bien, la justicia, la sana convivencia, el mutuo respeto, el progreso y especialmente la paz tendrían plena realización. “Es un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que, aunque se premia la virtud, sin embargo, a nadie le falta nada”. Algo no solamente difícil sino inalcanzable.
Al parecer, cuando hablamos de la paz en Colombia -anhelada y buscada desde hace tantos años-, hablamos de una utopía.
La paz es uno de los valores esenciales proclamados en la Constitución de 1991, como lo dice su preámbulo y lo reitera el artículo 2 cuando indica que una de las finalidades esenciales del Estado consiste en asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo. Según estatuye el artículo 22, “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
En criterio de la Corte Constitucional (Sentencia C-069 de 2020), “la paz no es sólo una aspiración constitucional, sino que le impone derroteros ciertos (…): 1) un deber de adoptar medidas tendientes a canalizar el conflicto armado por medios políticos, y en ese mismo sentido, 2) el deber de darle prelación a los mecanismos de solución pacífica de los conflictos, y finalmente, 3) un deber de garantizar progresivamente la protección de los derechos”.
Según expresa, el presidente de la República “debe buscar preferencialmente acudir a mecanismos de solución pacífica de los conflictos internos. Este deber se deriva, en primer lugar, de una lectura sistemática de la Constitución Política, y en particular, de la prevalencia de los principios fundamentales de la Constitución como elementos integradores que deben informar la interpretación de la parte orgánica de la misma. En segunda medida, se deduce así mismo del análisis de los antecedentes históricos y de la teleología de la Constitución (…)”. Y -agrega- “de los tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia, que la Corte, interpretando el artículo 93 de la Constitución, ha incorporado al ordenamiento jurídico como parte del bloque de constitucionalidad”.
Es lo que -de buena fe- ha procurado el presidente Petro. Pero, para dialogar se necesita la voluntad sincera de las partes, y lo cierto es que -pese a sus buenas intenciones- ha tropezado con la total falta de voluntad de los grupos alzados en armas, que, incumpliendo los compromisos asumidos, siguen practicando el terrorismo, el secuestro, los ataques a la fuerza pública y a la población, sembrando caos y horror en muchas zonas del país.
Por parte de esas organizaciones no hay voluntad de paz, ni sinceridad, ni lealtad, ni buena fe. Con ellas, los mecanismos de solución pacífica de conflictos son utopía, y eso lo deben entender el Gobierno y quienes participan en las negociaciones. Y lo entendemos los colombianos que hemos sido partidarios de alcanzar la paz mediante el diálogo.
Ahora bien. Así como la Constitución consagra el valor de la paz, a la que debe propender el Estado, también estatuye que al Gobierno corresponde conservar en todo el territorio el orden público, restablecerlo cuando fuere turbado, dirigir la fuerza pública y disponer de ella para tal efecto.
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