Por razones de estas líneas, tengo que confesar que mis miserias, las materiales, comenzaron muy pronto. Angustias que fueron mitigadas por la extraordinaria idea de mi padre, un zapatero remendón, de impulsarme a vender lotería en el pueblo, en la zona cafetera de Colombia, desde los cinco años y medio. Por alguna extraña razón, no pensaba en tiempos oscuros. Al contrario, me arrojé a quijotescas aventuras, como estudiar en Bogotá, sin un centavo y sin conocer a nadie. Cada hazaña era seguida por una nueva utopía hasta adelantar posgrados en varios países y trabajar en el Banco Mundial en Washington D.C.
Pensaba que mañana estaría de regreso. No era fácil; era inevitable el desgarro de emociones y nostalgias por aquellos países y amigos que me habían dado la mano. Una ilusión imposible sin dosis de locura, aunque lentamente descubrí que, sin haber huido, había firmado un exilio permanente. A él se añadían las miserias de la persecución política. La patria que había imaginado nunca existió.
Una de las primeras sorpresas fue que el estiércol de la maña, la mentira y la corrupción había hecho metástasis en toda la sociedad. No es un asunto de políticos, como suele esgrimir el credo popular colombiano. Es un vandalismo de amplio alcance que se expresa en la confiscación del poder por pequeñas tribus y que se extiende desde el más instruido hasta el paisano en la calle o el vecino.
Después comprendería el enfermizo peso de la barbarie de una sociedad que habla de paz durante décadas, pero que se hace la guerra como ninguna. Que no condena el narcotráfico ni nada la conmueve ni le parece suficientemente horrible. De penetrantes odios heredados, como los que se pueden rastrear desde los primeros rebrotes de la violencia hacia 1930.
Luego tropezaría con una sociedad que piensa y siente a medias y que solo sobrevive, sin grandes propósitos. Lo que hicieron los gobiernos y las élites en las últimas dos décadas fue gastar y malversar la bonanza minero-energética, sin construir un aparato industrial, de exportaciones o desarrollo sostenible que brindara oportunidades. Una campeona de la desesperanza que ha sido la más violenta de América Latina en los últimos 50 años, la de mayor desempleo y de menores exportaciones per cápita.
El corolario fue encontrar una sociedad revolcada en su pequeñez, como dice Milán Kundera, que no dialoga, de profundas desigualdades y exclusiones. Unos se equivocan al fustigar la existencia de ricos, o solo saben de subsidios u holgazanería, pero las decadentes élites tampoco hacen ningún acto de contrición. Da grima ver columnistas y representantes de la gran prensa repitiendo los mismos eslóganes o defendiendo el statu quo. Como era patético que en las pasadas elecciones abogaran por un candidato presidencial chiflado, cuando la derecha se quedó sin opciones. Es que el presidente Gustavo Petro ganó sin contendor.
Ahora esa derecha está tan fragmentada y sin argumentos que buena parte se lanzó, sin ningún recato ético, en brazos del presidente del Senado, el verdadero Rasputín colombiano. El mismo que denuncié por corrupción con pruebas irrebatibles en mi columna del diario de mayor circulación nacional. El silencio fue tan desconcertante que no hubo ni refriega con los múltiples implicados. Eso sí, aplicaron la censura porque en Colombia se pasa por idiota para no perder la libertad o se es ejecutado si el poeta dice la verdad.
Pero la tragedia es de tal dimensión que se terminó en manos de un populista soberbio que posa y se cree intelectual. Un comunista encubierto que sataniza el lucro, la inversión privada y que pronuncia falacias a ritmo industrial. Es tal el desconcierto que, con los esteroides del gasto público, Colombia registró en 2022 un crecimiento de 7.5 por ciento del PIB al tiempo que 547 mil colombianos abandonaron el país. La pregunta que surge entonces es ¿cuántos millones más tendremos que emigrar y exiliarnos con el quiebre político e institucional que se avecina?
@johnmario