Tuve la fortuna de estar en el punto exacto donde se encuentran Perú, Brasil y Colombia en el río Amazonas, en una experiencia mágica de sentir allí vibrar, en la bondad de los ríos afluentes, la esencia latinoamericana.
Por eso me regocija pensar en La Amazonía como la reserva fluvial, la casa de la diversidad, la esperanza de América Latina, de Colombia en especial, cuya geografía posee el 7 % de una selva que cubre el 42% del área nacional.
Y lo es del mundo, además, porque en esta crisis ambiental, el Amazonas es un ecosistema que, incluso, se da el lujo de aportar nuevas especies y estabilizarlo con una oxigenación natural transferida a la atmósfera.
Es un patrimonio acucioso y noble, que debe conservarse con la gratitud de saber que será la garantía de supervivencia de las nuevas generaciones y el paliativo generoso de la descompensación sofocante que padece la tierra. Sin embargo, la amenazan numerosos peligros, la deforestación, la destrucción de la biodiversidad, el rompimiento de las cadenas alimenticias de la fauna y la flora, y la pérdida de la capacidad absorbente de CO2.
Definitivamente, es el refugio de la humanidad, la red de protección del futuro, la integración material y espiritual del patrimonio de la naturaleza, sembrada en ocho millones de km2 de ilusiones tupidas de verde fantasía.
Y no pueden olvidarse los ancestros culturales de tantas tribus indígenas y las tradiciones originales que aún quedan allí para que, ojalá, no sea demasiado tarde para preservarlas de la desaparición.