
Hablar del tema de la reforma laboral en el país, se volvió un lugar común. Todos, con razón, defienden su necesidad, pero no todos la entienden igual. Esto es claro cuando se habla específicamente del trabajo, por la sencilla razón de que la realidad del mundo laboral colombiano es bien diversa.
Para el gobierno, con fuerte influencia de los sindicatos, esa realidad se reduce al trabajo formal, donde hay presencia sindical; son 9.3 millones empleados, el 42.8% de la población trabajadora; mientras que en el trabajo informal, de los rebuscadores y “cuentapropistas”, que el gobierno pasa de lado, se concentra el 57% restante de los trabajadores, que sobreviven “a la buena de dios”, con unos ingresos mensuales promedio de 980.000, el 42.6% del ingreso promedio mensual del trabajador formal.
Para rematar, ese trabajador informal no tiene contrato de trabajo, ni prestaciones, ni derechos sociales de ningún tipo (vacaciones, cesantías, incapacidades, horas extras, ni dominicales y festivos,).En este punto, digamos que la ministra del Trabajo ha sido franca al afirmar paladinamente, que el propósito de la reforma se limita a mejorar el ingreso de los trabajadores formalizados, dejando de lado la parte compleja y mayoritaria, la informal, nacida de la brecha existente en el mundo laboral, entre formalidad e informalidad, un obstáculo mayor al avance y modernización de la economía; en vez de cerrarse, se ahondan las brechas que frenan los avances, ya no son solo entre el mundo rural y el urbano, sino en el seno del mundo del trabajo.
En este punto, especialmente en el discurso y las banderas de las luchas sindicales, sus organizaciones se estancaron, como si el mundo productivo, laboral y tecnológico, se hubiera detenido en los años sesenta cuando, además, la población era la mitad de la actual y la rural aún era mayoritaria. Entender la realidad de hoy, los cambios en el mundo del trabajo y en el trabajo mismo exige desprenderse de mucho de lo que en el pasado ha sido el desarrollo del país, para incorporar las nuevas realidades del trabajo, de la economía y del papel del Estado.
Pretender que el mundo del trabajo se mantenga con las características que tenía hace medio siglo es vana ilusión, donde los grandes perdedores son contingentes crecientes, especialmente jóvenes, que día a día empujan para ingresar a un mundo laboral en transformación por un desarrollo acelerado de verdaderas revoluciones tecnológicas que de manera cada vez más rápida cambian las condiciones de la producción y consiguientemente, la demanda por trabajo y sus condiciones. Como resultado, cae la demanda por trabajo, ante una mecanización irreversible de la producción, que desplaza mano de obra a la par que aumentan las exigencias de su calificación.
Recuerdo cuando en la industria antioqueña, los puestos de trabajo eran, para efectos prácticos, heredados de padres a hijos, en un mundo laboral estable, que más que transformarse, crecía en empleos, sin grandes cambios ni sobresaltos. Con los vertiginosos avances de la tecnología, el mundo laboral, el empleo, se ha fragilizado, inclusive precarizado. El trabajo formal, entendido como un trabajo estable, va siendo cosa del pasado; el trabajo cada vez es menos permanente y sus condiciones cambian. Es un tema de su duración y su calidad (que no depende solo de la duración), que obliga a repensar el sentido.
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