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La noche del eclipse
No se sabía cuánto tiempo durarían aquellas tinieblas, de modo que lo mejor era aprovisionarse de candela bendita. 
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Miércoles, 23 de Enero de 2019

Desde que vi en el periódico que se aproximaba un extraordinario fenómeno meteorológico, me dije: “Ésta no me la pierdo”. Consulté todo lo que pude sobre los eclipses lunares, me fui al almanaque Brístol, mi biblia de cabecera en estos asuntos, y me aferré a viejos recuerdos de otros eclipses.

Una vez, estaba yo muy pequeño, se corrió la voz de que se acercaba una oscuridad total a pleno día. Era un castigo divino porque la humanidad se estaba pervirtiendo: Había gente que no iba a misa los domingos, las cantinas y los borrachos se estaban multiplicando y algunas parejas estaban viviendo amancebados.

No se sabía cuánto tiempo durarían aquellas tinieblas, de modo que lo mejor era aprovisionarse de candela bendita. Mi mama hizo bendecir unas cuantas velas de cera (las blancas, de esperma, no prenderían) y unas cajitas de fósforos. En todas las casas se aprovisionaron de suficiente mercado para varios día porque, como en el cuento de García Márquez, “Va a haber vainas”, y nadie sabía qué clase de vainas, pero algo grave sucedería a juzgar por los sermones del padre Montes, que hablaban de la necesidad del arrepentimiento porque el diablo andaba suelto y las llamas del infierno ardían a la espera de pecadores.

Al final, no pasó nada, gracias a Dios, pero los que vivían arrejuntados acudieron al sacramento del matrimonio, las mujeres infieles enderezaron el caminado y los borrachitos abandonaron el pueblo.

Probablemente se trataba de algún eclipse de sol, que no fue visible en el pueblo, pero la noticia causó alarma en la población. Alarma temporal porque, al ver que el mundo seguía su rumbo, las cosas volvieron a ser como antes.

Muchos años después, se habló de otro eclipse solar. A las tres de la tarde comenzó a oscurecer. Pero ya sabíamos que se trataba de un fenómeno natural, de modo que mi mamá no compró velas ni mandó a bendecir fósforos. Estábamos entrando en el progreso, porque  los radios Sutatenza explicaban en qué consistía el eclipse. Las engañadas fueron las gallinas que, al ver que todo se estaba poniendo oscuro, se treparon al gallinero, creyendo que ya la noche había llegado, aunque demasiado pronto.

Sumido en esos y otros recuerdos meteorológicos,  decidí prepararme desde temprano para ver y admirar  este nuevo fenómeno celeste, que la prensa, la radio, la televisión, wasap, méssenger, Facebook y demás redes, anunciaban con bombos y maracas, como una promoción de tres en uno: Luna grande, luminosa y brillante, al comienzo de la noche. Más tarde, el eclipse propiamente dicho. Y luego, la luna roja, como aquella que, con letra de Jorge Villamil, cantaba nuestro paisano Arnulfo Briceño: “Luna roja que saliendo va del llano,/ se ve roja porque arde en los pajonales…”

De modo que acomodé, desde temprano, mi taburete en el patio de la casa, y me dispuse a presenciar tan anunciado espectáculo.  A las siete de la noche ya me dolía el pescuezo de tanto mirar pa´rriba, y las escasas nalgas de tanta sentadera. Leía, me adormilaba, cabeceaba, pero allí seguía al pie del cañón, pese a los regaños de mi mujer: “Mire que el sereno le hace daño, como si nunca hubiera visto la luna, siguiéndoles el juego a los habladores de cháchara…”

Vi la luna grande, la amarilla, la de los poetas, la de los enamorados. Pocas veces se ve un luna de ese tamaño y tan cerca de la tierra. Recordé la copla popular: Qué grande que está la luna/ redonda como una fruta/ si se llegara a caer/ qué golpe tan…duro.

Ya había echado yo más de un motoso, cuando empezó a verse un boquete en la luna. Comenzaba el eclipse. Poco a poco la luna fue desapareciendo y poco a poco se me fueron cerrando los ojos. Era ya cerca de la media noche.

Me despertaron los gritos: “¿Qué hace ahí dormido, recibiendo esa influencia negativa de la luna?” El cielo estaba nublado, no había rastros de luna roja ni amarilla ni de ningún color. El eclipse hacía rato había terminado, pues ya era la madrugada. Ni en sueños pude ver la luna roja de esa noche. “Pinte la luna en un papel y échele color”, se burló alguien de mí. Regañado, con el rabo entre las piernas y el taburete en las manos, me fui a buscar la cama, y a soñar con una muchacha a la que llamo Luna.

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