El año pasado, desde mitad de año, comenzó mi mujer a reunir latas de cerveza para hacer farolitos con el fin de iluminar el frente de la casa, la noche de las velitas, es decir, el 7 de diciembre.
-La tradición nos enseña que se deben prender velitas, no faroles –le dije yo.
-La tradición puede enseñar lo que quiera, pero en mi casa mando yo –me contestó, con dos piedras en la mano.
-¿De manera que yo no mando aquí? –le respondí con tres piedras.
Me miró con lástima, como queriéndome decir “pobrecito”. Con la sola mirada bastó. Tuve que reconocer que, en efecto, en mi casa mandamos los dos, aunque ella un poquito más.
En seguida vino la orden a los hijos y a mí: “Consíganme las latas de cerveza que más puedan”. Entonces le reviré:
-Usted sabe que nuestros hijos no toman. Salieron zanahorios. Y a mí me la prohibió el médico, por la diabetes.
-Yo no los estoy mandando a jartar. Lo que digo es que me consigan latas de cerveza- Y luego remató, en tono de amenaza: “Yo veré”.
De modo que le conseguimos montones de latas para los faroles de la noche de velitas. Fuimos a las cantinas, a los bares, a las discotecas, a los basureros. Nos tocó duro, pero le cumplimos la orden.
En realidad, el culpable de todo este despiporre fue el Papa Pío IX (llamado Giovanny Battista antes de ser Papa), quien en el año 1854 declaró que María, la Virgen, había sido concebida sin pecado. El papa anunció que el 8 de diciembre de ese año haría la proclamación, de modo que los católicos de Roma, amigos de las fiestas, los rezos y las montoneras, como también somos por aquí, se reunieron la víspera en la plaza de San Pedro, y por la noche prendieron velas, rezaban y cantaban, en una vigilia en honor a la Inmaculada concepción.
La guachafita les quedó gustando y la costumbre de prender velitas el 7 de diciembre se regó por todo el mundo para honra de la Virgen y para bien de los que venden velas. La cosa llegó hasta nosotros, y por eso el 7 de diciembre hasta en los cementerios se prenden velas y velones para que los muertos la pasen sabroso esa noche, sin oscuridad y sin responsos, pero con canciones e iluminaciones.
Pues bien, la noche del 7 de diciembre del año pasado, prendimos los faroles (hermosos, por cierto) en el andén y nos sentamos a ver el parpadeo de las llamitas, a escuchar la música a todo volumen de los vecinos y la pólvora lejana, llena de recuerdos, y a ver las lucecitas de los globos que volaban por allá en las alturas.
Al otro día cuando nos levantamos muy temprano, antes que el sol, a poner la bandera blanca, encontramos que se habían robado todos los faroles. Cuando nos acostamos los habíamos dejado muy bien prendidos y asegurados a las puertas y ventanas, pero no amaneció ninguno. “Eso fueron los venezolanos”, dijimos al unísono, siguiendo la cucuteñísima costumbre moderna de echarles la culpa de todo lo malo que nos acontece a los hermanos que le huyen al paisano Maduro.
Este año pasaron unos tipos vendiendo faroles para la noche de las velitas. Mi mujer decidió comprarlos para no ponerse en el pereque de conseguir latas, adornarlas, embellecerlas y tener que cuidarlas hasta la media noche. Compró dos o tres docenas para iluminar la casa por dentro y por fuera.
La sorpresa fue mayúscula cuando mi mujer descubrió que los faroles comprados eran los que nos habían robado el año pasado.
-¿Cómo lo supo?- le pregunté.
-Porque los marqué con mis iniciales por debajo.
En efecto, ella, celosa, desconfiada y cuidadosa como siempre ha sido, los marcó a su modo. “¿Será que yo también estoy marcado?”, fue mi inquietud esa noche de faroles.