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Historia de un periodista
El domingo me puse la de ir a misa, -dominguera que llaman- pero al llegar al atrio de la iglesia una voz desconocida me saludó...
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Jueves, 10 de Febrero de 2022

Llegué a mi pueblo, ese año, como lo hacía todos los años en mi época de estudiante, a pasar en casa mis vacaciones decembrinas. No sólo visitaba a mi familia y amigos, sino que disfrutaba del sol calentano, la quebrada, el río, los paseos, las serenatas y la vida apacible de un pueblo alejado de la civilización en ese entonces. Era un mes, todo diciembre, sin las dentelladas del frío bogo-tano y sin la asfixia del bullicio capitalino.

El domingo me puse la de ir a misa, -dominguera que llaman- pero al llegar al atrio de la iglesia una voz desconocida me saludó con cierta repelencia:

-¡Hola, Gómez!  

Nunca había visto a ese hombre, cuya sola presencia me inquietó por la cicatriz de un macheta-zo, que le afeaba la cara y la falta de dos dedos en su mano derecha. Pero entonces recordé lo que dice la sabiduría popular: “Si ves a un tipo lleno de cicatrices por cuchilladas o machetazos, no le temas. Témele al que le causó tales heridas”. 

-¡Hola! –le dije, tratando de ser amable.

Cuando sonrió, los reflejos de un diente de oro le iluminaron el labio inferior. En su mano com-pleta llevaba un micrófono y en el brazo unos rollos de cable, al estilo de los ganaderos que lle-van sogas al hombro. Le extendí mi mano, pero por falta de dedos no pudo corresponder a mi apretón.

-Lo dejo –me dijo afanoso-. Tengo que ir a transmitir la misa. Pero no se me pierda porque lo necesito para hacerle una entrevista.- Y se metió a la iglesia.

-¿Y éste qué? –le pregunté a mi primo Gonzalo, el corregidor, que me acompañaba en ese mo-mento.

-Se llama Simeón Rodríguez y tiene una emisora.  

 Ah, carajo. ¡Una emisora en Las Mercedes! Hoy todos los pueblos tienen su emisora comunal, pero en ese tiempo, en que no había ni carretera, ni luz eléctrica, era una hazaña. A partir de ese momento, admiré al hombre, y lo esperé a la salida de misa. Siempre he sido adicto a los medios de comunicación y he estado metido en su cuento.

Por eso, acompañé a Simeón ese domingo a los estudios de su emisora, La Nuevecita, que lue-go se llamó La Voz de Las Mercedes. “Los estudios los tengo en mi propia casa”, me dijo con or-gullo. En efecto, en la cocina, al lado del mesón de las ollas, aunque un poco retirado del humo, tenía su estudio: un micrófono, un radio grande de los de Sutatenza, pilas de carro y de telégra-fo, un tocadiscos, un enredo de cables,  tubos de radio y dos conexiones: una a tierra  y otra a una antena de alambre sobre el techo de palma de la casa.

El estudio, es decir la cocina, tenía una vista hermosa porque la casa estaba sobre un barranco, en la parte alta de la quebrada que rodea al pueblo. El  agua, el cielo azul, los potreros y vacas de don Ángel Botello al otro lado de la quebrada, le daban una panorámica espectacular. Desde allí todos los días Simeón prendía su emisora, daba noticias y saludos de una familia a otra, de novio a novia, sin que faltaran los comerciales.  Pero tenía sus enemigos, por chabacano, atravesado y grosero, y porque cuando prendía los transmisores, la Nuevecita ocupaba todo el dial de los ra-dios y no salía otra emisora. Sólo la voz de Simeón, que trinaba a las cinco de la mañana:

“Buenos días, mi gente. Les habla Semeón Rodríguez Lázaro, el hombre que no le come ni mier-da al pueblo”.

(Continuará)

gusgomar@hotmail.com

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