Dos imágenes: una, algunos policías, parados contra un muro de la entrada de RCN Radio, son atacados con piedras por participantes en las marchas estudiantiles del pasado jueves en Bogotá. De repente, un ”estudiante” les lanza una bomba incendiaria. Los policías corren a guarecerse y por un milagro ninguno sale quemado; dos, unos indígenas amenazan a un grupo de soldados en un cañaduzal en el Cauca. Uno de los indígenas le pone el machete en el cuello a uno de los soldados que, para evitarlo, solo retrocede. Ninguno de sus compañeros reacciona. Ambos hechos son viralizados en las redes.
Elementos comunes: miembros de la fuerza pública son atacados por “civiles”, su vida e integridad física se pone en riesgo, no usan la fuerza para protegerse, huyen ante la agresión, no se persigue y no se captura a los atacantes.
¿Por qué se producen estos ataques? La motivación de los agresores es indiferente. Lo común es que todos saben que sus ataques no tienen consecuencias. Pueden agredir con impunidad. La impunidad invita a la repetición de las agresiones.
¿Por qué ni los militares ni los policías responden frente a la agresión? En cualquier otra democracia policías y soldados neutralizarían a los agresores y, si su vida o integridad física o las de los ciudadanos se viera amenazada, usarían sus armas de manera contundente y sostenida hasta tener la certeza de que la agresión no continuará. Le he preguntado a generales, suboficiales, soldados y agentes los motivos para que no usen la fuerza en esas circunstancias. Los oficiales responden que no lo hacen “por prudencia” y porque “el uso de la fuerza debe ser proporcional”. Suboficiales, soldados y policías porque, dicen, los suspenden de sus cargos, los investigan, los expulsan de la institución y terminan privados de la libertad.
La respuesta de los generales parte de dos errores conceptuales de fondo. Por un lado, frente a esas agresiones no solo es “prudente” sino que es un deber usar la fuerza. Militares y policías no solo tienen derecho a la legítima defensa frente a una agresión actual o inminente, como cualquier colombiano, sino que deben usar la fuerza si es necesaria para proteger la vida, integridad, libertad y bienes de los demás ciudadanos, y para asegurar el cumplimiento de la Constitución y la ley. ¡Esa es su función! Para ellos usar la fuerza puede no ser una opción sino una obligación. Por el otro, la proporcionalidad en el uso de la fuerza no se mide por un ejercicio comparativo de armas sino por el potencial daño del ataque y no requiere que la agresión sea actual sino que sea o se presuma inminente. De manera que cuando la vida o la integridad física se vean amenazadas, los miembros de la fuerza pública están legitimados no solo a usar la fuerza sino incluso a usar fuerza potencialmente letal, armas de fuego por ejemplo, para neutralizar el agresor.
Por su parte, la respuesta de los soldados y agentes refleja dos realidades: una, el miedo con que actúan, o en este caso, dejan de actuar; dos, las fallas institucionales tanto en las Fuerzas Militares como, en especial, la Policía, que permite suspender al miembro que use la fuerza mientras que es investigado, y del sistema judicial, que al desmontar la justicia penal militar, los dejó en manos de quienes no tienen idea del derecho operacional. Acá no opera, además, el principio general de que a un policía, ante un caso de realidad frente a percepción, se le da siempre el beneficio de la duda.
Es necesario un cambio cultural, para que las amenazas y agresiones a los policías y soldados sean repudiadas, se les respete y, en el sentido positivo, se les “tema”. Es indispensable que se les capacite con precisión para el uso de la fuerza. Y urge modificar el sistema judicial para recuperar el fuero militar y para que se persiga y sancione severamente a quienes agredan a los miembros de la Fuerza Pública. Hay que poner fin al caos y la impunidad. Hay que recuperar la seguridad para todos.