Recuerdo el día de mi primera comunión. Todo de blanco hasta los tobillos vestido, porque los zapatos eran negros. Eran los primeros zapatos que me ponía y, como podrán suponer, dar el salto de cotizas a zapatos, significaba un esfuerzo grande. Mis pies, acostumbrados a la holgura, no podían resistir el encierro y apretujamiento en una cárcel estrecha de cuero. De cuero, decían. Hoy, yo lo dudo.
Casi que renqueando llegué al altar a recibir el pan divino, y después al desayuno, a recibir el pan terrenal. El primero, con vino consagrado, y el segundo con chocolate y queso, profanos.
Después dieron la orden: Hay que ir donde el retratista. Pensé en quitarme los zapatos, pero mis padres me regañaron: ¿Cómo se le ocurre, mijo, y piensa salir en el retrato sin zapatos? ¿Bien caros que nos costaron para que usted no se los ponga en el mejor día de su vida? En efecto, de no haber sido por mis zapatos apretados, ese hubiera sido el mejor día.
La casa del retratista era grande, de corredores anchos y frescos, y en la mitad del patio una enredadera le daba sombra a la máquina de retratar. Tuvimos que sentarnos a esperar porque otros niños primeracomunioneros se nos habían adelantado. Yo aproveché para quitarme los zapatos, durante la espera.
La cámara, un cajón grande sobre un trípode, estaba cubierta con un paño negro, por donde el retratista, de cuando en cuando metía la cabeza. Quien se iba a hacer retratar, se paraba al frente de la cámara, en posición de firmes, como nos enseñaban en la escuela, con el cirio y la cintica blanca y la sonrisa inocente de los siete años.
Era un verdadero milagro aquello de la retratada. Un pueblo, a muchos kilómetros de la civilización y a muchos años luz del progreso (porque ni siquiera había luz eléctrica), no podía entender cómo salía en un papel la imagen del retratado. Pero lo verdaderamente llamativo era ver al retratista meter a un platón con agua aquel papel blanco que sacaba de la cámara, y, poco a poco, dentro del agua, sobre el papel iban apareciendo lenta e imperceptiblemente (como en una definición del código civil) la imagen o las imágenes de los retratados.
El hombre sacaba el retrato, lo dejaba secar y allí estaba la figura, tal cual, para admiración de grandes y de chicos. Cuando llegó mi turno, le pregunté al retratista, un tipo buena gente de cuyo nombre no he podido acordarme, si me podía retratar sin zapatos. “Claro”, me dijo sonriente. Me retrató de las rodillas hacia arriba, de modo que quedé mocho de piernas en la foto del día más feliz de mi vida.
Con el tiempo, los retratistas de platón, así los llamaban, se tomaron los parques y plazas de pueblos y ciudades para seguir haciendo demostraciones del milagro de los retratos.
Después aparecieron cámaras pequeñas, de rollo, con las que se tomaban fotos. El rollo se mandaba a revelar y allí salían las fotografías del tamaño que uno quisiera. Fue el primer golpe bajo para los fotógrafos de platón y agua.
Aparecieron también los salones de fotografía, donde se hacían estudios y trabajos de pulida para que la muchacha bizca saliera con los ojos derechos, y el boquineto apareciera con labios completos y la flaca engordara y el gordo enflaqueciera. Fue el segundo golpe para los retratistas de antaño.
Pero el golpe de gracia lo acaban de dar los celulares con cámara incluida. El totazo no fue sólo para los de platón y agua, sino para los fotógrafos con cámara de rollo y los estudios fotográficos, que ahora permanecen vacíos.
Los fotógrafos profesionales, los que se ganaban la vida tomando fotos, hoy viven aburridos, abandonados a su suerte, a la espera de que, de cuando en cuando, les caiga algún trabajito. La culpa es de los celulares que todo el mundo carga y que hacen de todo, hasta tomar fotografías, sin costo alguno, con resultados inmediatos, y que se pueden enviar de una, hasta Europa, Malasia o Las Mercedes, donde una vez me tomaron un retrato sin piernas, por culpa de mis primeros zapatos que me quedaron apretados.
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