Dos hechos recientes marcaron la discusión pública sobre la violencia en nuestra región. El primero fue un ataque del Eln contra una base militar en el que fueron asesinados nueve soldados en El Carmen y el segundo fue una serie de fotografías en las que se observa a integrantes de este grupo armado junto con seis niños en el corregimiento Versalles del municipio de Tibú.
Sobre el primero se dijo que los uniformados fueron atacados de madrugada mientras custodiaban la infraestructura energética. Sobre el segundo se dijo que el grupo hizo una presencia rápida mientras se abastecieron de víveres, manipularon a unos niños para la foto y posteriormente se retiraron.
Una de las crueldades de la violencia es que nuestra memoria, por cuenta de las infinitas repeticiones, se vuelve frágil. Olvidamos -o decimos que olvidamos- para poder continuar.
Lo que pasó en las zonas rurales de nuestro departamento en los últimos días ya había pasado este año en otros sitios dispersos del país. A comienzos de febrero se conoció que un grupo de las disidencias del frente 36 de las Farc había llegado hasta una escuela rural de Yarumal, norte de Antioquia, entregaron regalos y bailaron con un grupo de niños que allí se encontraban. Al mes siguiente, el 26 de marzo, el Eln atacó un grupo de militares en San José del Palmar, Chocó, y uno de ellos murió.
Ya había pasado este año y ya había pasado antes.
En el comunicado que publicó este grupo armado después del ataque en El Carmen se dice que se cometió por cuenta de los atropellos de la fuerza pública contra la población civil, los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos.
Una de las consecuencias de la violencia es que sus prácticas son absurdas y van en dirección contraria al sentido común, ¿o de qué otra forma se puede explicar que para “responder” a los atropellos del Estado se tenga que asesinar a nueve soldados? Quienes insisten en justificar la violencia en las regiones dispersas de Colombia incurren en el delirio de pensar que a este país lo pacificamos a sangre y fuego, como alguna vez dijo un ministro de gobierno.
Es probable que el efecto más perjudicial de estos hechos recaiga sobre la legitimidad de esta y futuras negociaciones de paz, pues el Estado queda muy lejos de los territorios donde la violencia nunca se ha ido y solo ha cambiado de siglas; y los grupos armados están desacreditados frente a una sociedad que dicen defender y por la que juran luchar hasta liberar o morir.
Pierden quienes han perdido siempre.