El debate de la semana sobre la reunión de la Comisión de la Verdad con el expresidente Uribe debe abordarse desde dos perspectivas bien distintas. La primera es la decisión de los integrantes de la Comisión de recibir la declaración del jefe del Centro Democrático en su finca, con la curiosa participación de sus hijos como actores de reparto. El segundo elemento, ese sí relevante para las víctimas y el futuro de la reconciliación en Colombia, es el contenido de lo dicho en ese escenario por un dirigente que sin duda alguna es protagonista principal de la historia del país en el siglo XXI.
Frente a lo primero habría que decir que la Comisión de la Verdad actuó bien al escuchar la versión de hechos muy importantes de quien fue presidente de Colombia durante ocho años en los que se vivieron episodios como los de los falsos positivos, el crecimiento del paramilitarismo y las posteriores negociaciones con esos grupos ilegales. Así como recibió las declaraciones de otros ex jefes de estado, debía hacerlo con el principal opositor a esas negociaciones. De hecho, al dar su versión a la Comisión de la Verdad, el expresidente reconoció su existencia, a pesar de la enrevesada advertencia formal de no hacerlo. Por ello, más allá de las filtraciones previas, de las grabaciones sin autorización, del acomodo del escenario y los insultos a una Comisionada, la versión de Uribe es un hecho político importante que implica un cambio, forzado por las circunstancias, en su narrativa frente al acuerdo de paz con las Farc.
Realmente relevante para el futuro del país es su decisión de comparecer y el contenido de sus declaraciones. Queda claro que el exmandatario entendió que más allá de su dedicación a descalificar el origen y el trabajo de la Comisión, la institución presentará pronto un informe final que tendrá gran enorme impacto nacional e internacional. Demuestra preocupación por su lugar en la historia y pretende con su versión explicar y poner en contexto, según sus intereses, hechos de la mayor gravedad en la guerra colombiana, en los cuales tiene responsabilidad. El problema para Uribe es su incapacidad de reconocer equivocaciones, de mostrar el más mínimo gesto de humanidad con las víctimas. Todo lo reduce a rencillas políticas de sus contradictores de la izquierda. Con su actitud y sus palabras, sin ningún reconocimiento, arrepentimiento o solicitud de perdón, revictimiza a las madres de los miles de jóvenes asesinados.
Uribe es la mejor expresión de un importante sector de la sociedad colombiana que insiste en el negacionismo puro y duro, en que la violencia en el país no es el fruto de un largo y doloroso conflicto armado, en el que todos los actores cometieron equivocaciones y barbaridades, sino de unos terroristas que atentan contra el estado. Es una actitud que nos confirma que, aunque firmamos un acuerdo de paz, estamos aún muy lejos de la reconciliación porque el perdón es fundamental y no llegaremos a él sin alcanzar la verdad para todos. Que tardaremos años en cicatrizar las heridas después de 50 años matándonos y más de 9 millones de víctimas.
En fin, esta semana con su inviable propuesta de amnistía general y sin condiciones, que viene de quien antes atacaba el acuerdo de paz por garantizar impunidad, Uribe nos confirmó que se opuso al acuerdo de paz por temor a la verdad que surgiera de una correcta aplicación de la justicia transicional. Y ya empieza a aflorar. Por ello, se juega la carta de una amnistía sin previa verdad y reconocimiento. Escuchando a Uribe esta semana, recordé a su ex comisionado de paz, cuando hace años señaló que los colombianos no estábamos preparados para tanta verdad. Sin duda se refería a su jefe y no a todos nosotros. Y también quedó claro que apenas comenzamos el largo y doloroso camino del conocimiento de la verdad del conflicto, que es un paso indispensable y doloroso si algún día realmente queremos vivir reconciliados y en paz como sociedad. Es la verdad estúpidos.