Los sueños realizados silban, alegres, una vieja tonada de sombras de la historia buena, con un ritmo bonito que apacienta al corazón, como un pueblo antiguo y blanco que se quita su sombrero de nubes y saluda al sol.
Los sueños pendientes cuelgan de una vieja percha y nos miran, con un silencioso reproche, por no haber estado en el escenario de su luz, ni abrir surcos a las semillas de su bondad, para hacerlas fértiles en el alma.
Estar en paz con ellos es imaginar, por un instante, que vamos de brazo con la vida, sumisos y sumamente frágiles al amor ideal, con el pensamiento fijo en esa lejanía grata que nos hace presentir la profecía de lo universal.
Poseen una campana de silencio que repica y nos libera para que, mientras segamos una cosecha, el viento nos dote de alas para iniciar otra y continuar así nuestro tiempo, asidos a una esperanza azul, bella y seductora.
Y nos convocan, siempre, a persistir en ellos, a intuir su camino pintado en un jardín con el pincel de sus colores naturales, o inscrito en la cantata que inspira al rocío cuando desciende y cae, sereno y enamorado.
A merecerlos, a proveernos de más auroras de estudio, de lunas ocultas tras los visillos, de esos secretos que sólo se nos revelan si aprendemos a escuchar el mañana anhelado que nos aplazó el ayer.
A imaginarlos en las miniaturas de verdad que nos cuentan, espontáneamente, cosas felices, para sentir su dimensión e ir rumbo a la huerta mayor a esperar el atardecer oyendo el canto de los pájaros.
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