Por estos días, donde la muerte se ha convertido en la única certeza en nuestra ciudad, la prudencia debería ser la moneda de cambio más valiosa entre los que opinamos, escribimos, investigamos o denunciamos. Pero no es así. Al parecer, la muerte y el martirio son muy buenos instrumentos de marketing, sobre todo para quien afronta el destino sin variar ni un ápice sus opiniones. Por eso, el silencio es hoy un determinante de la valía, complicidad o valentía de una persona.
Así las cosas, los que rompen el silencio, en las formas que quieren y que no perjudican su statu quo, se erigen como héroes fugaces en nuestra sociedad y reciben un par de aplausos o likes, a pesar de que con sus afirmaciones o denuncias no contribuyen a mejorar la situación de la ciudad.
Mi definición favorita de héroe es la de Nicholas Taleb: “Un héroe es una persona imbuida de ego y de confianza intelectual para quien la muerte es muy poca cosa”, y creo que aplica perfectamente al caso cucuteño, donde la hipocresía es tan constante como la muerte y la verdad sólo sirve para escandalizarse un par de minutos, antes de abrir la santa maría o hacer una mueca tímida de espanto en los almuerzos familiares.
Me tomó décadas entenderlo y comprender también por qué los héroes en Cúcuta no pegan (aunque en Colombia tampoco). Y no es tanto por lo que han explicado muchos economistas de renombre respecto de la imposibilidad de que una persona, con toda la voluntad y miles de millones de dólares, pueda cambiar sistemas grandes y complejos, como la corrupción, la contaminación ambiental o la hambruna. Es más porque nuestra hipocresía es ilimitada, y sobre todo, muy cómoda.
En nuestra sociedad cucuteña, rechazamos y lamentamos el homicidio de un habitante de calle, mientras al mismo tiempo solicitamos en el grupo de WhatsApp del CAI que ‘corran’ al que está incomodando a los clientes o le decimos en voz bajita al que está al lado: “ojalá se los llevaran a todos”. Muchos, me atrevería a decir que la mayoría de nuestra sociedad anhela que regresen o se hagan con más fuerza y frecuencia las ‘limpiezas sociales’.
Esa misma sociedad hipócrita es la que hoy ensalza a una persona que extorsionaba a servidores públicos y empresarios, y les pedía enormes sumas de dinero a cambio de no ‘dañarles la imagen’ en sus transmisiones de Facebook Live. La misma sociedad que hoy se da golpes de pecho porque ese hombre ‘fue asesinado por denunciar la corrupción’. La persona a la que tanto lloran fue la misma que trabajó orgullosamente al lado de un condenado homicida y que ahora es la fuente de inspiración del periodista Daniel Coronell, quien está denunciando cosas que jamás han sido un secreto ni van a conducir a ningún final diferente al que ya conocemos.
Por eso, continuar con esta columna ha sido tan difícil para mí. ¿Para qué decir más de lo mismo? En mi temprana y precoz juventud pensaba que yo podría ser ese héroe que le abriera los ojos a muchas personas y participara en el cambio de rumbo de la ciudad.
Pero los héroes solo inspiran likes, protagonismo fugaz y un poquito de lástima, así que me convencí de que la ciudad no necesita héroes: ni en la política, ni en el periodismo, ni en la moral, en ningún lado.
La ciudad lo que necesita es volverse viable y sostenible a pesar de la incertidumbre, de los cambios, de la inexorable corrupción, de los altibajos de la economía, de la inseguridad y de las dinámicas fronterizas; para no seguir preocupándonos y pensando: "Dios mío, ¿a qué hora nos va a llegar un héroe?"
Yo sólo quiero vivir en una ciudad (y un país) que, como lo dijo Warren Buffet al advertir que siempre intenta invertir en negocios que sean “tan buenos que hasta los pueda dirigir un idiota; porque, tarde o temprano, alguno lo hará”, para que, sin importar si tenemos un héroe o un idiota como líder, podamos seguir viviendo y luchando.
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