Desde que Donald Trump, el hombre del ridículo copete, anunció su intención de lanzarse para competir por la candidatura presidencial por el partido republicano de los EEUU, muchos miembros del establecimiento político no lo tomaron en serio. Después de todo, en el pasado había amenazado hacerlo, en nombre de los distintos partidos a los que perteneció, en su inestable pasado político. Al final, siempre desistía. Pero esta vez, parece que va en serio.
Ya hizo su lanzamiento, tratando de generar el máximo ruido. Y la verdad es que, con su lenguaje brutal y racista, causó un gran escándalo y copó los titulares en todos los medios.
Los efectos de sus acusaciones, en el sentido de que México envía su peor gente a los EEUU, que “traen droga, traen crimen y son violadores”, resultaron en cierta manera sorpresivos:
En primer lugar, por la reacción unánime de los hispanos en este país, de origen mexicano o no. Como prueba de la importancia creciente de este grupo, grandes empresas asociadas con el billonario bufón denunciaron sus insultos y cortaron sus relaciones comerciales. Por supuesto, se vendrán numerosas demandas por incumplimiento de contratos.
A pesar de que las directivas republicanas, y la mayor parte de los demás precandidatos, han tratado de distanciarse de él, para algunos, la segunda sorpresa es la de que sus ataques contra los inmigrantes mexicanos tuvieron eco en sectores blancos de la clase trabajadora y de pequeñas comunidades rurales. De acuerdo con una encuesta publicada esta semana, Trump escaló al primer puesto dentro de las preferencias de los posibles votantes de ese partido, con varios puntos por encima de Jeb Bush y de los otros trece precandidatos.
La reacción de las empresas que rompieron sus asociaciones, debió ser una sorpresa para Trump. Entre sus cálculos parecían no estar los millonarios costos económicos. La segunda reacción, al contrario, no debió sorprenderlo. Sus declaraciones fueron calculadas y basadas en encuestas. Se alinearon con los resentimientos de sectores de la población blanca, que se sienten alienados por los grandes flujos de migrantes latinos, quienes les compiten por servicios sociales y contribuyen a frenar los aumentos de los salarios. No fueron, entonces, el resultado de una explosión, fruto de su ya demostrado racismo. Cuando Barack Obama fue elegido Presidente, Trump calificó su elección de ilegítima, por considerar que había nacido en Kenia, como su padre. A pesar de que la Casa Blanca publicó la partida de nacimiento en la que se demuestra que Obama nació en Hawai, Trump continuó diciendo que el presidente mentía y que no tenía derecho a ser el jefe del estado. En su mente, como en la de otros que jamás se resignaron con
la elección del primer presidente negro en este país, la legitimidad está vinculada con el poder de los blancos. El ataque de Trump contra los migrantes es otra señal de su doble moral. Los hispanos le sirven para trabajar en sus empresas y para construir sus grandes hoteles y casinos, con salarios bajos. A raíz del escándalo por sus declaraciones, algunos acuciosos periodistas investigaron las nacionalidades de los obreros que trabajan en la remodelación del viejo edificio postal en el centro de Washington, que se convertirá en otro lujoso hotel de la cadena Trump. Por supuesto, hay muchísimos hispanos, algunos residentes legales y otros indocumentados.
La candidatura de Trump representa un serio peligro para las aspiraciones de los republicanos de regresar a la presidencia. Nadie podrá ganar las elecciones si no cuenta con un apoyo significativo entre los ciudadanos de origen hispano. Mitt Romney perdió, a pesar de haber obtenido el 58 por ciento del voto de los blancos. Como el número de ciudadanos hispanos sigue aumentando, el exabrupto de Trump debilita los esfuerzos de otros candidatos republicanos para atraer los latinos, y las posibilidades de ese partido de ganar la presidencia.