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Día de la madre en el cementerio
La entrada al cementerio era una algarabía, como fiestas de pueblo. El gentío era impresionante.
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Lunes, 27 de Mayo de 2019

Me fui el domingo a visitar a mi mamá al cementerio. En uno de los Jardines de la ciudad. Me fui, apertrechado de flores, una cantimplorita para echarle agua a la grama, una butaca portátil porque allá no hay bancas, a pesar de ser un parque, y una sombrilla para el sol. Aclaro: La sombrilla es para el sol, y el paraguas para el agua, aunque el artefacto puede ser el mismo. El nombre que se le da depende del clima.

-¿Y no va a llevar la camándula? - me gritó mi mujer, pendiente siempre de lo que llevo, digo o hago.   

-¿Camándula? –le contesté. Y por dármelas de chistoso, añadí: -Yo voy es para el cementerio, no para ninguna iglesia.

-¡Tan pelotas! –me dijo. –La camándula es para que rece los cien réquiem. Me acordé del Dulce Nombre, el seminario de Ocaña, dirigido por padres eudistas, cuando en los seminarios enseñaban latín. El clérigo oficiante rezaba: “Requien aeterna dona eis Dómine”. Y los pichones de cura, como llamaban a los seminaristas,  contestábamos: “Et lux perpetua luceat eis”. Los curas de ahora, de latín y griego, pocón, pocón.

Le hice caso, pues, a mi mujer y me eché al bolsillo su camándula de piedras negras y madera labrada, que le trajo nuestra hija, de Monserrate.

-Y métase la plata entre las medias para que no se la roben- fue su última recomendación.  

La entrada al cementerio era una algarabía, como fiestas de pueblo. El gentío era impresionante. No me imaginé que hubiera tantas mamás muertas. Pisotones y empujones eran la clave para poder entrar. Unas señoritas, tan amables como sudorosas, intentaban poner orden. Los vendedores de flores, naturales y artificiales, hacían su agosto en mayo. Sus gritos se confundían con los de los vendedores de agua embotellada. Más allá, entre humo y fragancias de cocina, estaban los que ofrecían chorizos, con pan o con arepa, según el gusto Y junto a ellos, una  señora ofrecía cerveza y gaseosa. Me sentí en mi pueblo y eso me hizo feliz. Adentro, el capellán del cementerio celebraba una misa campal y el paso volvía a complicarse, pero entre oraciones y responsos, pude llegar a la tumba de mi mamá.

Abrí el paraguas, perdón, digo la sombrilla. Limpié la lápida, busqué agua, regué la gramilla, puse las flores y me senté a descansar. Cuando iba a comenzar los réquiems, me llegó un trío de cuerdas a ofrecerme una serenata a mi madre. Les dije que no tenía plata, pero que me obsequiaran una canción y yo pediría por ellos, y les mostré la camándula. Me miraron sin decir ni pío, se miraron y se fueron a otra tumba. Ni se despidieron. Me imaginé la pistola que me iban haciendo.

Llevaba dos decenas de Dale, Señor, el descanso eterno, cuando aparecieron otros músicos con acordeón, caja y guacharaca. Sin preguntar nada, fueron arrancando con una puya que habla de la mamá muerta. Terminaron, les agradecí el detallazo con una sonrisa y el brazo en alto, pero no comieron cuento. El de la caja, tal vez el director, se me acercó y me dijo como con voz de ultratumba: Son cinco mil pesitos por una canción, por diez mil le cantamos cuatro.

-Lo que pasa es que no tengo plata…-les dije, y les mostré mi billetera vacía. 

-Pues llame a su casa, que se los traigan –habló de nuevo el de la voz del más allá. Más allá de las canciones, lo que les interesa es la plata. ¿Y a quién no?

-No tengo celular -y les mostré mis bolsillos vacíos.

-Éste anda más en la olla que nosotros –dijeron y se largaron con una sonrisa ancha, más ancha que sus vallenatos.

Seguí con mi rosario y cuando estaba a punto de terminar, aparecieron los llaneros: arpa, cuatro y capachos. Por la pinta y el hablado, los conocí que eran venezolanos. Esta vez no los dejé que comenzaran. De una les fui exponiendo mi difícil situación financiera. Fue tan dramática mi actuación, que terminamos llorando abrazados los cuatro. No sólo me cantaron gratis varias canciones de su repertorio llanero, sino que el de las maracas me metió en el bolsillo de la camisa un manojito de billetes que llevaba bien doblados. Les agradecí inmensamente y les deseé buena suerte.

Ya estaban lejos los llaneros cuando saqué el manojito de billetes para juntarlos con los que llevaba en las medias. Tal vez con todo, podría invitar a mi mujer a un suculento mute, de día de madres. Ansioso, abrí la mano. Los billetes estaban arrugados. Y sucios. Y  deteriorados. Eran bolívares, de los que nada valen. Para botar. O regalar. 

gusgomar@hotmail.com

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