-No te vi en el concierto –me llamó Iván, digo el presidente Duque, después de que pasó toda la bullaranga en el tierrero de Tienditas, el viernes pasado.
-Es que el sitio escogido no me gustó- le contesté con toda la franqueza de que soy capaz.
-¿Y esa vaina? –se le salió lo uribistamente gaminoso.
-Le tengo fobia al tal puente de Tienditas –le dije.- Por solidaridad con un amigo.
-No sé de qué me hablas.
-Mira Iván: El ideólogo de ese tal puente, fue mi amigo Mario Villamizar Suárez. Y ésta es la hora, según me ha contado él mismo, que no le han pagado ni un peso por los estudios que hizo. No sé si tú viste unas fotos que él mismo se hizo publicar por redes sociales, en estos días, solo, amargado, cariacontecido, sentado en una piedra, contemplando el puente por donde irían a pasar las ayudas hacia Venezuela. Entendí su tristeza y me solidaricé con el amigo.
-Te lo cuento aquí entre nos –le seguí diciendo-. El hombre está jodido, como yo o como tú, antes de meterte a la política. Además, se quedó con el vestido comprado para el día de la inauguración, y nada que inauguran ese puente. Se enculebró con ropa y zapatos que encargó de Italia, y ahí los tiene en el armario, llenándose de moho y de coquillo. Por eso no fui. Primero los amigos que las canciones. Consideré que el lugar había sido un desacierto de los que organizaron el concierto.
-Cuánto lo siento. Pero le puedes decir a tu amigo, que tomaré cartas en el asunto –dijo el Presidente-. Sin embargo, yo te llamaba para otra cosa: Como sabes, los hoteles están hoy full en Cúcuta. No encontré cupo en el avión de regreso. Quería pedirte un favor: si me puedes dar posada en tu casa esta noche. Sólo posada, yo como por fuera, para que no te molestes.
No sé qué sentí en ese momento, si alegría, miedo o rabia. Mi desconcierto fue total. ¿Por qué a mí, carajo, por qué a mí? ¿No están por ahí los candidatos del Centro Democrático a la Gobernación? ¿No ve la cantidad de lagartos que andan detrás pidiéndole puestos? Mi mujer, que acostumbra poner la oreja en el celular a ver quién me llama, me hacía señas con el dedo índice y con la cabeza que no, mientras yo quedaba incierto, es decir, en la incertidumbre: ¿Cumplo la obra de misericordia que dice “Dar posada al peregrino”, o cumplo la epístola de san Pablo que ordena obedecer a la que manda?
-Mire, señor Presidente –le dije-. Para mí es un honor hospedarlo en mi modesta casa, pero no tenemos sino una pieza desocupada, ¿y el presidente Guaidó? ¿Y los escoltas? De verdad, no hay cama para tanta gente.
-Tranquilo, amigo. Guaidó está escondido y no sabemos dónde. Y mis escoltas están enseñados a dormir parados. Y no se hable más. Dame tu dirección, ¿o vives donde mismo?
Mi mujer corrió a cambiar sábanas y fundas. Mi hijo cogió la escoba y yo, el trapero. En minutos, la pieza quedó reluciente, como para un presidente, para un presidente amigo.
Aún no nos reponíamos del susto por el compromiso, cuando me entró otra llamada. Era el Presidente, de nuevo: “Mira Gus (me dijo Gus, como me dicen Cusgüen en La Opinión y algunos en la Academia y como Uribe), acaba de llegar el avión presidencial. De modo que viajo ahora mismo. Muchas gracias por tu generosidad y en otra oportunidad será.
Descansamos con un suspiro grande. Aunque, viéndolo bien, yo perdí la oportunidad de haberle hecho al Presidente algunas intrigas: Que nos arregle la carreterita para Las Mercedes; que le ordene a la Policía vigilancia permanente frente a la Academia, que se nos llenó de viciosos de la calle; y que le consiga a mi amigo Mario otro contratico, no importa que sea lejos, pero pagándole. Sería un acierto.
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