A propósito del día de San Valentín, celebrado esta semana, alguien me recordó un artículo que yo publiqué en este mismo periódico en 1993, es decir, hace la pendejadita de treinta años, y que forma parte de mi libro Se acabaron las vírgenes, publicado dos años después. Por considerar que no ha perdido vigencia, hoy lo reproduzco, no sin antes agradecer a quien me envió el recorte, por su colección y su generosidad. El artículo en mención dice:
La primera en revirar fue Patricia Giraldo, Y cuando Paty revira, uno sabe que la cosa se puede poner peluda. Y más en tratándose de esta temática en la que ella es especialista. El asunto es que hace varios días salió publicado un artículo sobre el beso, en el que el autor desmenuza, elemento por elemento, todos los componentes de ese acto tan hermoso, tan placentero y de resultados tan impredecibles que se llama “besar”.
“Es como si uno llegara un sábado al restaurante y en lugar de pedir el acostumbrado sancocho, pidiera una mazorca cocida, media libra de carne salada, un cuarto de pollo, un plato de verduras y un consomé”, argumentó Patty. Y fue tan convincente en su raciocinio, que yo me sumé a su revire.
Y aquí estoy en eso. No es posible, por amarillista que sea el autor, que nos presente un beso como un compuesto de agua, albúmina, sustancias orgánicas, materias grasas, bacterias, virus y parásitos, señalando en cada ítem el peso exacto en gramos. Y no es posible que alguien lo publique para meternos miedo a quienes, así sea de vez en cuando, practicamos el delicioso arte de besuquear.
Después de leer tan denigrante escrito, a uno se le quitan las ganas de juntar los labios con otros labios, entre otras cosas porque uno de los párrafos es categórico, crudo e inmisericorde: “Científicos han descubierto que el placentero acto de besar puede acortar la vida, reduciéndola en tras minutos por cada beso pasional”.
Se entiende, entonces, por qué cada día hay mayor mortalidad entre los humanos. Y se llega a la conclusión de que no son las guerras, ni el cáncer, ni el sida los que causan el mayor número de muertos, sino la cochina costumbre de besarse en plena boca.
Esa misma noche (del día en que salió la mencionada publicación), me fui a hacer un recorrido por el Malecón, el parque Mercedes y el parque Colón. Vi en aquellos lugares, cantidades de parejas suicidándose, es decir, quitándose de a tres minutos de vida, cada minuto. En algunos casos me acerqué a prevenirlos, a decirles que no se tiraran en su existencia, de manera tan emocionante. Nadie me paró bolas. ¡Quién me iba a parar bolas! Sólo logré que alguien me gritara: “¿Es que no ha visto besar?” (aquí una palabrota en que se metían con mi mamá). Y en otro caso me persiguieron a pedradas, creyéndome el loquito del Malecón.
Yo no sé qué irán a hacer esta noche mis lectores, al iniciar la celebración del Amor y de la Amistad, para no acortar su vida. Ni qué irá a hacer Patricia. Yo, por mi parte, cuando la cosa comience a ponerse interesante, sacaré el recorte de prensa y se lo mostraré a mi mujer. Aunque, conociéndole su terquedad, no es raro que ella se fije en otro párrafo que dice: “En cada beso se queman doce calorías”. Y me obligará a que la ayude a bajar de peso”.
(Artículo publicado por primera vez en La Opinión, en septiembre de 1993).
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