Le dicen Chucureño o Chuco, porque es de Chucurí, un pueblo de Santander, pero en realidad se llama Enrique. Nadie le conoce el apellido, de la misma manera que nadie sabe desde cuándo abandonó su tierra para venir a instalarse en Cúcuta. Simplemente llegó, aquí se instaló, arrendó un local en La Cabrera y montó una tienda de barrio.
A Chuco no le importa cómo lo llamen y si lo miran feo o bonito, si lo saludan o no, si le hacen la conversa o no. Lo único que a él le preocupa es vender. Ese es su oficio y a eso se dedica de cuerpo entero. Y a hablar mal del gobierno.
En realidad, su pueblo se llama San Vicente de Chucurí, y, aunque el hombre no hace alarde de su origen, simplemente lo demuestra con su manera de ser: trabajador (abre su negocio a las 5 de la mañana y lo cierra a las 10 de la noche), campechano echado p’alante, se le mide a lo que sea y no tiene pelos en la lengua para decir lo que piensa.
Yo no sé si se vino de su pueblo por voluntad propia o lo echaron por su manera de ser y de hablar, pero aquí llegó con un costalado de ilusiones y aquí se quedó. Formó un hogar cucuteño, tiene hijos cucuteños, y su tienda sobresale en el barrio, porque allí se consigue de todo: ojillas de afeitar, cerveza, dedales, cortados de leche de cabra, veneno para ratones, comida para gatos, cebolla, tomates y limones, acetaminofén y otros medicamentos que no se consiguen en las farmacias, comida enlatada y sin enlatar, cuadernos, lapiceros y papel para envolver regalos. Las señoras que van a los supermercados a comprar lo de la semana, saben que lo que allí no consiguen, lo encuentran donde Chuco.
Don Enrique (sin apellido) no descansa. Trabaja de domingo a domingo. Para él no existen Viernes Santo ni Navidad ni año Nuevo. De cuando en cuando, cierra su negocio al medio día y se va a tomar cerveza, no se sabe con quién. Pero al otro día, con tufo de enguayabado, a las cinco de la mañana está al pie del cañón. Generalmente esto sucede cuando se gana un chance, porque el tipo tiene una suerte del carajo. Es aficionado a las apuestas y el destino le paga su afición con algunas ganancias. A Mary, la vendedora de chance del frente, le gusta que gane, pues le retribuye con una propina generosa. Me cuentan que cuando acierta, reparte lo ganado en tres montoncitos: para la casa, para la tienda y para echarse alguna canita al aire. Y vuelve y juega.
Yo no sé si es que Chuco no duerme por escuchar noticias, pero cuando abre la tienda, ya está enterado de lo que sucede en el país y en el mundo. Y sabe de política. Le hizo campaña a Petro, habla mal de Uribe y defiende a Maduro a capa y espada.
Yo, que no peleo por política ni por religión, le pico la lengua, para escucharlo despotricar contra el imperio y contra estos gobiernos vasallos del imperialismo.
-Dizque Maduro está que se cae –le dije ayer.- Que con un empujoncito basta.
Se rascó una barba abandonada que lo acompaña desde hace varias semanas, tomó aire y me dijo:
-Se equivoca. A Maduro no lo tumba nadie. Ahí lo tendremos hasta que a él le dé la gana, porque tiene al pueblo que lo apoya.
-Pero todos lo están abandonando, hasta las fuerzas armadas.
-Pura mierda –me dijo, sin sonrojarse por la grosería, y siguió con otras palabras de más grueso calibre, que yo no publico por respeto a los lectores y porque pierdo la chanfa.
-Pero dicen que el miedo se le ve por encima.
-¿Miedo? Ese las tiene bien puestas. Y no le corre a nadie.
Cuando vi que la voz le comenzaba a temblar y que los ojos le bailaban de un lado a otro y que se paró derecho, me dije “es hora de marchar”, porque dicen que los chucureños son peligrosos.
Me despedí y no me contestó. Pero cuando yo iba a mitad de cuadra, me gritó desde la puerta de su tienda: “Y no vaya a escribir contra Maduro”. “Tranquilo”, le contesté. Entonces soltó la carcajada de chucureño y de buen amigo. Por dentro, don Enrique es una joya. Por dentro y por fuera. ¡Qué joyita!