Mis redes sociales se llenaron de posts e historias de cucuteños diciendo que los violentos no deberían cometer crímenes cerca de los niños y mucho menos en inmediaciones de planteles escolares, como sucedió el sábado pasado. No voy a entrar en el debate de todos los crímenes que ocurren y que presencian los menores en barrios vulnerables con mucha mayor frecuencia que en un sector como el del Colegio Santo Ángel, ni de toda la violencia que viven los niños por causa de padres de familia con serios problemas de ira y maltrato; porque no alcanzarían las palabras en esta columna.
Sólo quiero hacer referencia al hecho que tiene consternada a la ciudad por estos días, y antes de que deje de ser importante, porque en Cúcuta la tristeza y la indignación por la violencia duran menos que la frustración por el fútbol.
Nada corre tan rápido como las malas noticias (más si es por Whatsapp), y la noche del sábado no fue la excepción. Mientras que las familias disfrutaban de las actividades propias de las interclases, sucedía la masacre número 49 en el país, y una de las múltiples que ya han ocurrido en Cúcuta este año. A mi celular llegaron decenas de mensajes por diferentes grupos y tanto amigos como conocidos relataban muy asustados, que, si hubiesen salido unos minutos antes o unos cuantos después, habrían presenciado la masacre o habrían podido ser víctimas de esta.
En el momento de la tragedia, yo me encontraba muy lejos del lugar de los hechos, pero me acecharon tres pensamientos o reflexiones: 1) En nuestra ciudad son más los hechos violentos que los eventos deportivos, de entretenimiento o culturales celebrados, y es lamentable, 2) La vida en Cúcuta tiene un valor dependiendo de quién seas o cuántos años tengas…y 3) Como sociedad, hemos construido y avalado un modelo económico que nos está destruyendo a todos por igual, sin importar nuestra posición social o económica.
Defiendo la libertad individual en todas sus formas y no critico ni juzgo moralmente a las personas por tomar uno u otro camino para ganar su sustento o construir su patrimonio, pero está más que claro que la decisión de ser por ejemplo narcotraficante afecta a la sociedad en general y no sólo a los consumidores y eslabones dentro de la cadena.
Los inocentes que pierden la vida por una bala perdida en un ataque sicarial no son daños colaterales, ni es menos grave cuando asesinan a una persona “que estaba en malos pasos”.
Como sociedad, Cúcuta ha exaltado a todos aquellos que lavan dinero, se dedican a economías ilegales, hacen plata con esquemas piramidales o apuestas; a todos, menos a los que se dedican a un trabajo honesto. Lo importante es tener la camioneta y no cómo la hubo, y los que no tienen nexos con actividades de “alto riesgo” seguimos pensando que no nos importa porque no nos afecta lo que hacen los ilegales.
No queremos darnos cuenta de que los empleos que genera un negocio legal, que se crea gracias al capital lavado desde el narcotráfico no compensan los perjuicios que nos traen las economías ilícitas, nos hacemos los toches ante lo evidente mientras llega el siguiente mensaje trágico por whatsapp que nos pone a reflexionar otra vez, pero sólo por un ratico.
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