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Con aguja no y no y no
Al escuchar lo de inyecciones, se levantó de la camilla, se arregló la blusa y gritó: “Si la vaina es con agujas, prefiero que me siga doliendo el oído”.
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Miércoles, 13 de Marzo de 2019

Alguna vez me pidió una compañera de trabajo que fuera con ella a una farmacia cercana a comprar un medicamento, para un dolor de oído que no la dejaba dormir, ni comer ni trabajar.  En cuanto al trabajo no le importaba mucho, pues esa no ha sido una de sus debilidades, pero no comer y no dormir la estaban llevando al borde de la locura.

El dolor de oído (de oídos porque ambos le dolían, un rato el uno, y otro rato, el otro) se le había regado por la cara, sin que pudiera abrir las quijadas, de modo que llevaba tres días subsistiendo a base de jugos y líquidos que su mamá, doña Lola, le preparaba.

La pobre señora se sentía muy triste porque su hijita, su consentida, su tesoro, se le iba a enflaquecer, y ella quería verla siempre gordita, repolludita, piernoncita como desde pequeña había sido. 

No importa que no sirviera para reina pues sus medidas de 90-90-90 no le permitían aspirar a que le dieran cetro y la coronaran. La mamá no la quería para que reinara sino para que le ayudara con las empanadas y los gatos y los oficios de la casa, lo cual hacía mi amiga, después de que salía del trabajo. Pero si perdía peso, se debilitaría irremediablemente y a la mamá le tocaría, vieja y sola, hacerse cargo de todas las obligaciones del hogar.  Por cosas del destino, viven solas las dos mujeres, y la joven es el sostén de la señora.

Pero volvamos al cuento. Llegamos a la botica y, como ella poco podía hablar, le expliqué al farmaceuta lo que pasaba. El tipo se las tira de medicucho porque la hizo acostar en la camilla, le hurgó los oídos con una tableta, le tocó el martillo, el yunque y el estribo, le miró los ojos, la lengua y las fosas nasales, para luego dar su veredicto: “La chica (dijo chica) tiene una grave infección auditiva” 

-¿Muy grave, doctor? –le pregunté yo, al ver su cara de galeno preocupado, sin importarme si era doctor o enfermero o regente de farmacia.     

Me llevó aparte y me dijo: “No quiero alarmarlo, pero es una infección que, si no la tratamos ya con antibióticos fuertes, puede perder el oído”. Luego de una pausa calculadora, me preguntó: “¿Usted es su esposo, novio o amante?”

-Ninguna de las anteriores. Soy compañero de trabajo, pero déle las pastillas que haya que darle, que ella tiene plata. Su mamá vende empanadas en la calle.

-¿Empanadas? Ese negocio se puso malo desde que la policía empezó a perseguir a quienes las consumen en vías públicas. Y para esto no basta con pastillas. Son inyecciones fuertes y un poco costosas.

Mi amiga, al escuchar lo de inyecciones, se levantó de la camilla, se arregló la blusa y gritó: “Si la vaina es con agujas, prefiero que me siga doliendo el oído. No soporto pinchazos de agujas. Y si he de morir por esto, prefiero morir con la piel entera”.

Trabajo nos costó convencerla. El tipo le mostró un video donde un perro se dejaba inyectar si decir guau, yo le hablé de su futuro que lo iba a echar a perder por un simple chuzón. Al final, entre lloros, hipos y mocos mi amiga aceptó,  con la condición de que yo me volteara.

-Tranquila –le dije-, no miraré tus nalgas.

-No es por las nalgas –contestó, toda temblorosa –es por los tatuajes que tengo en ellas.

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