Ese día los colombianos vivían un momento especial, y no era para menos, la selección de James, Cuadrado y Ospina jugaba un partido decisivo en el Mundial de Brasil, precisamente contra el poderoso seleccionado anfitrión.
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Era viernes 7 de julio de 2014. En todos los rincones de Colombia había ambiente futbolero, todos se preparaban para estar frente a las pantallas de televisión para ver en acción al seleccionado tricolor en cuartos de final.
El partido tuvo su comienzo a las 3:00 de la tarde. La esperanza de pasar a semifinales crecía con el correr de los minutos. La misión era titánica porque al frente se estaba jugando ante el pentacampeón del mundo. Sin embargo, en un tiro de esquina los brasileños abrieron el marcador cuando apenas corría el minuto 6.
En la selva del Catatumbo, justo ese mismo día, cuando ya era de noche, una compañía de soldados profesionales del Ejército de Colombia caía en un campo minado y en ese ataque tres de ellos murieron.
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Entre quienes se salvaron estaba el soldado Oscar Johan Ariza Suárez, oriundo de Saravena (Arauca), quien hoy, siete años después de ese amargo episodio aún lamenta la pérdida de varios de sus amigos, con los cuales prestaba ese día el servicio a la patria en el corregimiento La Gabarra, en Tibú.
Ariza confiesa que esos son los riesgos a los que se enfrenta a diario el soldado profesional, máxime en una zona tan convulsionada en el orden público como el Catatumbo, en la que ha prestado el servicio durante 11 años ininterrumpidos.
“Mientras Colombia jugaba y todos los colombianos disfrutaban de ese partido del mundial, nosotros defendíamos a las comunidades del Catatumbo de los enemigos de la paz. Es un servicio permanente, sin tregua, de mucha concentración, en los que cada movimiento que se da es calculado, analizado previamente”, relata.
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En una región en la que hacen presencia grupos guerrilleros como el Eln, las disidencias de las Farc, carteles mexicanos de la droga, bandas criminales y delincuencia común, la vida del soldado profesional está expuesta las 24 horas.
Y, contrario a los aficionados que aquel 14 de julio disfrutaban viendo a la selección jugar, Ariza y sus compañeros patrullaban la zona en la que permanecen por espacio de cinco meses internados, de sol a sol, para acompañar el diario vivir de las comunidades del Catatumbo y brindarles seguridad y tranquilidad.
La noche en la selva dice el curtido militar es cuando más se debe estar con los ojos abiertos en la espesa jungla, porque el ataque del enemigo puede suceder en el momento menos pensado y desde cualquier dirección, como ocurrió aquel día.
Más que el destino, fueron las ganas de enrolarse en las filas del Ejército las que llevaron a Ariza a convertirse en soldado profesional. Su familia lo había enviado de Saravena a Pamplona para que en la universidad estudiara Medicina Veterinaria, pero solo cursó dos semestres, porque con la plata del tercero pagó el curso en el Ejército y cuando su mamá lo hacía en las aulas recibiendo clases, él ya cargaba un fusil y un morral de 70 kilos a sus espaldas en la selva del Catatumbo.
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A sus 30 años, Ariza puede decir con orgullo que está graduado en las grandes ligas de la vida militar. El haber sobrevivido en una de las zonas más convulsionadas del país por la guerra de los grupos armados ilegales es para él toda una fortuna.
Confiesa que el amor por la patria pudo más que el miedo a enfrentarse con el enemigo, aunque admite que se siente temor, porque en la oscuridad de la manigua todo es posible y cualquier cosas puede suceder.
“El miedo lo sentimos todos, porque uno llega a lugares que no conoce, de saber que por donde uno camina puede llegar a pisar una mina, el miedo de caer en un campo minado, miedo de saber que lo están esperando, miedo a una emboscada y miedo a que le dispare un francotirador desde una montaña”.
“Uno vive los días en la selva con una intensidad tremenda y ello le enseña a uno a valorar al máximo cada segundo que pasa, el más mínimo detalle que le da la vida, y el sacrificio tiene más valor cuando se hace por servir a la patria, en este caso aportando a la paz de Norte de Santander”, precisa este soldado profesional, que ahora hace parte de la guardia de seguridad del comandante del Ejército en esta región.
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No hay duda que a estos militares les toca el trabajo más pesado y habrá quienes piensen que todo el que es enviado al Catatumbo es porque está castigado.
“Pero no es así, para la muestra el caso mío, que ingresé voluntario a la institución y luego de dos años de servicio salí a trabajar para ahorrar, porque mi sueño era convertirme en soldado profesional”. Quien así habla es Adrián Felipe González, de 31 años, diez de los cuales los ha dedicado al Ejército.
Segundo en una familia de seis hermanos, y padre de una niña, ha visto pasar en el Catatumbo una década de su vida. Al año solo sale dos veces a Cúcuta a encontrarse con su familia.
Suelta la risa cuando se le pregunta que si no le daba miedo ir al Catatumbo. “El día de morir es uno solo y puede ser en cualquier parte, hasta en el baño de la casa, así que el miedo no me preocupa para nada”, comenta.
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Al igual que Ariza, González también ha estado enfrentado al fragor de la guerra contraguerrillera. Además, fue testigo de un ataque sorpresivo en el que vio caer a un sargento viceprimero en momentos en que fueron a recoger agua.
Afirma que su experiencia ha sido enriquecedora. “La disciplina en todo lo que se hace es estricta, porque de ello depender sobrevivir”.
Mientras Ariza es enfermero, González se desempeña como explosivista, encargado de desactivar los petardos, las bombas y las trampas que dejan los grupos armados ilegales para atentar contra el Ejército.
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Cada vez que cae la noche unos 30 hombres que conforman el pelotón al que pertenece empieza las rondas en el Catatumbo. Son unos cuatro kilómetros lo que se avanza con unos 70 kilos a las espaldas. Se escalan montañas, se cruzan arroyos, todo por llevar seguridad a esta región.
Ambos coinciden en que en el monte lo que más extrañan es la familia y con lo que más se lidia es con dormir con la ropa mojada, sobre todo en las épocas de lluvias, que en el Catatumbo son interminables.
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