Los cementerios, lugares donde los seres humanos despojados de toda vanidad duermen el sueño eterno, han sido espacios de inspiración de poetas que le han cantado a la parca en elocuentes y clásicas composiciones.
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Son sitios sagrados ganados para la meditación y la lamentación por parte de los deudos que no se resisten a la partida sin retorno de sus amados seres, quienes en esos momentos de solemnidad entran en éxtasis profundos, como solemne es el réquiem por la memoria del alma que se eleva al encuentro con el creador supremo.
El camposanto, en fin, encierra un halo mágico, donde la imaginación hilvana, devana y corta como lo hacen Cloto, Láquesis y Átropos, las viejas deidades hermanas que representan la muerte.
Altares de oración del penitente, pero también terrenos abonados para la superchería y la práctica profana que invaden los dominios de los difuntos para oscuros ritos que confunden el entendimiento.
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En un recorrido por algunas necrópolis del área metropolitana de Cúcuta, La Opinión tuvo un contacto con aquellas personas que a diario le ven la cara a la muerte, los encargados de echar la última pala de tierra a la fosa del nuevo inquilino y los que se quedan incluso después que ha salido quien más ha llorado a su muerto, porque su oficio es el de sepulturero.
Los enterradores de la comarca que cuentan con muchos años en ese noble pero desagradecido oficio, están llenos de anécdotas y han acumulado un caudal inagotable de historias, vividas o recibidas como herencia de otros que los antecedieron, quizá sus padres o abuelos, que también tuvieron en el trabajo de sepultar a los muertos la forma de ganarse el sustento para continuar en el mundo de los vivos.
Suelen ser muy cautos, se muestran recelosos y evaden cualquier pregunta sobre las cosas que ven o escuchan en esos “rastrojos de difuntos”, como dijo el poeta Miguel Hernández, un mundo de tumbas, coronas, flores, lápidas, epitafios y repiques de campanas.
Almas en pena visitan El Gólgota
Sin embargo, algunos se confiesan y relatan que han tenido experiencias con seres que quizá no son de este mundo, fantasmas o ánimas en pena que recorren aquellos lugares donde descansan sus despojos mortales en su paso por el purgatorio, antes de ir a la gloria de Dios en el propio cielo.
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Uno de ellos es Jesús Alirio Barbosa Sanguino, con más de medio siglo de edad, sepulturero y administrador del cementerio El Gólgota, enclavado hace más de 30 años en una pequeña colina del barrio Cumbres del Norte, sector de El Salado, desde donde se puede observar el valle que descansa al pie del imponente cerro Tasajero.
‘Chucho’, como lo conoce la comunidad, se precia de tener bien organizadas todas las áreas del camposanto, logrando en sus más de seis años en esa labor, mantener limpias y en buen estado, tanto la capilla como las bóvedas y demás espacios del suelo sagrado.
Aunque no son muchos los entierros y pese a que no cuenta con un sueldo fijo, dice que le gusta su trabajo porque su casa está cerca y porque siente el afecto de la gente que visita el cementerio, especialmente los lunes cuando suben muchos files en romería a rezarle a las benditas ánimas del purgatorio.
“En todo este tiempo solo he tenido dos situaciones que rompen con lo vivido cotidianamente. El caso de una señora, vestida de rosado, que pasadas las 6:30 de la tarde estaba agachada ante una tumba.
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Como ya había cerrado abrí nuevamente el portón para que saliera y fui a decirle que debía hacerlo, pero cuando me acerqué ya no la encontré, pese a que en ningún momento la perdí de vista. La busqué por todas partes pero nunca apareció”.
“En otra oportunidad, un martes hacia el mediodía, subió una muchacha, joven, morena, muy bien parecida, que entró y se dirigió hacia el lado del tanque de agua, saludando al pasar a unas mujeres que salían por el pasillo central.
Como eran las 12:00, yo dije que iba a cerrar para ir a almorzar y cuando fui a sacar a la joven, no la encontré por ningún lado. No había forma de que saliera por ninguna otro parte, por lo que me quedé esperando un largo rato, preocupado y sorprendido porque no volvió a salir.
Pudo tratarse de ánimas que desandan porque dejaron algo enterrado, cuando el cementerio permanecía completamente abierto y nadie lo cuidaba”, fue la explicación de Jesús Alirio.
Las ánimas rezan bajito
Edwin Fernando Duarte Pedraza, que administra el cementerio municipal de El Zulia, tiene entre sus preocupaciones mantenerlo limpio y bien organizado para que los muertos descansen dignamente.
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El lugar que de niño le sirvió para jugar, toda vez que está frente a su casa materna, es su sitio de trabajo, en el que se amaña por la tranquilidad que respira y el silencio que solo se rompe con el rezo quedo de lo que él cree son ánimas que habitan en el panteón.
“Yo estoy por ahí haciendo oficio o tirando pala y de repente escucho voces pero cuando volteo a mirar no veo a nadie. Siento que rezan pero nunca he visto nada, pero no siento miedo, porque sé que mi abuela, que murió de 100 años y a la que me tocó enterarla aquí en este cementerio, cuida mis pasos”.
“Nosotros de niños escuchábamos cuentos de espantos, especialmente mi abuela María del Carmen Pedraza, nacida en Salazar, que nos contaba de la gritona y la leyenda del pozo de Juana Naranja, y otros aparecidos. Yo ahora creo que lo hacía para que nosotros no nos fuéramos para la calle y nos acostáramos temprano”.
Muñecos cruzados con alfileres
En el Cementerio Central de Cúcuta, Elías García, quien es el sepulturero más viejo, dice sin ambigüedades que hay que temerles a los vivos porque los muertos no salen de sus tumbas.
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Confiesa que ha estado de día y de noche durante sus más de 50 años en el oficio, sin haber visto u oído nada que lo haya perturbado o asustado.
Reconoce que hay maldad entre los hombres, que buscan en la intimidad de los sepulcros un orificio para enterrar muñecos amarrados con cintas y cruzados con alfileres para hacer daño, que él ha visto al desenterrar a los difuntos para pasar sus restos a los osarios.
Recuerda que en el pasado tuvo con otros compañeros, la tarea de mantener a raya a personas que solían entrar a practicar ritos satánicos, vestidos de negro, especialmente en los meses de octubre, cando se celebra la noche de las brujas.
Otro enterrador, que no se identificó, dijo que en noches oscuras ha visto luces que se pasean por entre las tumbas y los pasillos de pisos de ladrillo en los que se alinean las bóvedas, confesando que ha sentido pavor.
Sin embargo, la ciencia argumenta que se trata de fuego fatuo, fenómeno que tiene lugar en los cementerios, cuando se aprecian luces pálidas como consecuencia de la inflamación de materias como el fósforo que se elevan de las sustancias animales o vegetales en putrefacción, formando pequeñas llamas que se ven andar por el aire a poca distancia de la superficie.
Quizá eso sea lo que ha aterrorizado al sepulturero del Central, o un espectro del más allá. Eso con certeza nadie lo sabrá.
La muerte se esculpe en el mármol
La muerte genera infinidad de oportunidades para muchas personas y alrededor de ella hay una industria funeraria creciente y dinámica, que cambió los tradicionales camposantos para la inhumación por estéticos parques cementerios y hornos crematorios, donde se entrega a los dolientes las cenizas del difunto para que las lancen al mar o las conserven dentro de finas copas y en rincones especiales de las casas cual preciados tesoros.
Sin embargo, hay oficios que se niegan a morir y reclaman un pedazo, así sea pequeño, de ese buen negocio de la muerte, que es el tallado de lápidas en mármol que se hace en talleres artesanales, cinceladas con el sudor y la creatividad de un puñado de hombres que aprendieron a fuerza de ver y repetir la lección enseñada por los mayores.
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Ellos, que se llenan la cara de polvo blanco con cada trazo que hacen sobre la loza fría, también tienen historias que contar, relatos de vida paradójicamente acerca de quienes ya fallecieron.
John Jairo Castro Bautista, un viejo tallador en los alrededores del Cementerio Central de Cúcuta, atendió un lunes cualquiera, hace 15 años, a un cliente que pagó por encima del precio del mercado para la época su propia lápida y dictó el epitafio con el que quería ser recordado.
“Tenía unos 50 años, usaba buena ropa, prendas de oro y se bajó de un carro nuevo y costoso, manifestando que quería algo especial, bonito, sin escatimar en el precio”, según el diálogo con el ducho tallador.
“Esta semana vienen a traerle los datos de la fecha del fallecimiento, pero no le va a cambiar nada de lo que dicté”, sentenció antes de irse y pagar los $400.000 que John Jairo le cobró por el trabajo al acaudalado cliente, entregándole un recibo de pago.
Efectivamente, pocos días después llegaron dos mujeres vestidas de negro y con recibo en mano a reclamar la lápida, destinada a la tumba de quien hacía poco había llegado lleno de vida a encargarla. El hombre se suicidó, según le explicaron.
El infortunado preparó al detalle lo relativo a su sepelio dejando todo listo antes del fatal desenlace, contrató la casa de funerales, escogió los arreglos florales, el ataúd y lo que debía contener el mármol de su loza mortuoria: la imagen de la Virgen Dolorosa, nombres y apellidos, fecha de nacimiento y muerte y una frase en la que pedía perdón a su familia.
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