En la Cúcuta de los años 30 cuentan que el diablo, ufano, se paseaba por muchos lugares tentando a quienes se apartaban de los cánones cristianos y las sanas costumbres para tomar su alma y llevarla al averno.
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Uno de los sitios preferidos era el bar King Kong, en el mirador occidental de la apacible y recatada ciudad, al que acudían señores y señoritos de prestantes familias cucuteñas a derrochar plata en putas y copas, en interminables farras que veían la luz del nuevo día.
El lugar era frecuentado por comerciantes, petroleros, empleados de las compañías del ferrocarril y el tranvía, algunos funcionarios de los poderes local y regional, infaltables especímenes de la fauna política, contrabandistas de café y forajidos de bien ganada reputación, que se codeaban con lo graneado de esa parte de la sociedad que acude a lugares de lenocinio.
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En el King Kong las mujeres servían copas y botellas de licor que libaban con insaciable sed los muy respetables clientes, a quienes también acompañaban en frenéticas danzas, muchas de ellas en el paroxismo de la fiesta sin ropa alguna, cual odaliscas formadas para el placer.
Un lugar propicio para que en las pistas de baile y espacios especiales de aquel lugar, decorado al mejor estilo de los cabarets parisinos de la época, se colara el ‘compadre’ o el ‘patas’ como le llamaban los parroquianos al mismísimo diablo.
El amo de los infiernos y de lo oculto fue visto en esos menesteres, bailando - con cachos, cola y pezuñas - entre torsos desnudos de las bellas anfitrionas, junto a hombres que también se despojaban de las ropas y del pudor para satisfacer sus instintos más bajos de machos, el estado lujurioso del sátiro.
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Cuentan que en desarrollo de esos bacanales el burdel expedía incandescentes luces como si se tratara de relámpagos del Catatumbo, y en el interior se escuchaba el tronar de pólvora y aterradoras explosiones, igual a las que padecieron quienes resistieron el asedio godo durante el sitio de Cúcuta no más de 30 años atrás, entre junio y julio de 1900, en desarrollo de la Guerra de los Mil Días.
Un misterioso olor exhalaba el antro donde la locura y el desenfreno hacían carrera alrededor del negocio del sexo, que bajaba por las empinadas avenidas y callejuelas para colarse por rendijas de puertas y ventanas, interrumpiendo el sueño de las piadosas familias en el valle de Cúcuta, heredad de la hidalga Doña Juana Rangel de Cuéllar.
Cierto o no, hombres y mujeres que iban al King Kong en uno u otro rol, llegaban a sus casas apestando a cacho quemado, y las manos con penetrante olor a azufre, que no se iba ni lavándose profusamente con jabón de tierra y lejía.
Se construyó para un sanatorio
El sitio donde funcionó el cabaret en mención fue levantado con otro propósito, tal vez más noble, para sanatorio de enfermos de tuberculosis, los tísicos, como llamaban de manera despectiva a quienes eran afectados por el Bacilo de Koch, por esos años de Nuestro Señor.
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La idea que tuvo el médico Santiago Uribe Franco, quizá inspirado en ‘La montaña mágica’ (1924), la obra cumbre del escritor alemán Thomas Mann, era fundar una clínica para brindar atención y cuidados paliativos a esa población marginada y excluida, que tanto abundaba en esta zona fronteriza.
Sin embargo tamaña empresa no fue tan fácil, porque además de la enorme inversión para levantar una casona de esa dimensiones en un lugar predominante de Cúcuta y sostener sus gastos, casi sin vías y carente de servicios públicos, terminó fracasando.
El agua tenía que ser llevada a lomo de burro y el servicio de energía brindado por la Compañía de Alumbrado Eléctrico de Cúcuta tampoco era eficiente, lo que le imposibilitó una larga permanencia a una clínica que esos hombres y mujeres famélicos y de tez cetrina tanto necesitaban.
En el libro ‘Los turcos de Cúcuta’, del periodista Beto Rodríguez, se lee que esa edificación, ubicada en la calle 17 con avenida 13, barrio El Contento, al pie de la calle Circunvalación que era la puerta de entrada desde los Pueblos de Occidente, duró cerrada una temporada, expuesta a la acción de los vándalos, que empezaron a desmantelarla, cuando el turco José Atala la tomó en arriendo y montó allí un burdel.
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El turco se dio a la tarea de hacer atractivo el lugar, que pintó con mucha dedicación, instaló luces de colores en la fachada y para rematar encargó que dibujaran un enorme gorila en una de las paredes, con una mujer rubia en uno de sus hombros y lo bautizó el King Kong, por la legendaria película que salió en cartelera en 1933, historia del director Merian Caldwell Cooper y el novelista Edgar Wallace, autor del guion original del filme, que por esa época tuvo furor en las salas de cine del mundo y que en Cúcuta también contagió a los amantes del séptimo arte.
Sin embargo ese negocio tampoco fue de largo aliento, porque la iglesia católica lo atacó duramente, así como otros estamentos de la sociedad cucuteña, por lo que se decía que allí ocurría: Hombres y mujeres que bailaban desnudos, que se había convertido por esos y otros pecaminosos comportamientos y debilidades de la carne en lugar de culto al amo de las tinieblas, lo que se pregonaba desde el púlpito y se decía en corrillos de salones sociales y plazas de mercado.
No obstante, el tiempo en que sus puertas permanecieron abiertas, el King Kong fue el referente de la diversión en aquellas calurosas y tranquilas noches cucuteñas, donde además de hermosas mujeres, dicen que algunas impúberes, se amenizaba con música en vivo, con una prestante orquesta de planta, buen licor y otros servicios.
Tenía ganada reputación entre hombres de la alta sociedad, pero también entre los petroleros de rango al servicio de las empresas norteamericanas Colpet (Colombian Petroleum Company) y Sagoc (South American Gulf Oil Company), con los derechos para explotar y transportar el crudo producido en ‘Campo Tibú’ y El Tarra, en el Catatumbo, que les otorgaba la Concesión Barco.
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Iban a comprar allí besos, caricias y demás menesteres que brinda el oficio más antiguo del mundo varios turcos, sirios y libaneses con asiento en la ciudad, algunos propietarios de diferentes y connotadas casas comerciales, mayoristas del próspero negocio del café, que no escatimaban en gastarse 5,0 pesos oro en una botella de whisky y un monto igual por los favores de la pareja de ocasión.
Eran clientes igualmente acaudalados venezolanos entre los que se contaban gochos, maracuchos, orientales y caraqueños, todos atraídos por la fama y el amplio catálogo de las damiselas del King Kong: Paisas, caleñas, pereiranas, bogotanas y costeñas, que competían con ocañeras y cucuteñas. La cuota extranjera era una que otra panameña, brasilera o europea que se dejaban ver por esta brava tierra del norte, atraídas seguramente por la fiebre del oro negro.
Los concursos de bailes fueron populares en esas noches de fiesta y barullo, donde el afortunado ganador disfrutaba su premio en la cama, pues le correspondía pasar un rato con la mujer más guapa del lugar o la de más reciente adquisición.
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Allí se escucharon y bailaron los ritmos de moda, por ser los 30 una década pródiga en música, temas como Los cucaracheros, El Manisero, Tapetuza, El gallo tuerto, Calentadora, Mis tres novios, Jugando mamá jugando, Espinita venenosa; boleros como Arráncame la vida o Amor de mis amores del maestro Agustín Lara; los tangos Tomo y obligo, Cambalache, Cuesta abajo, Volver, El día que me quieras; piezas del repertorio ranchero, Cha Cha Cha, Blues y Danzones.
Un sábado en la noche, el primo del dueño del establecimiento, de ascendencia turca, y otro hombre con quien rivalizaba por cuestiones de la política, coincidieron en el King Kong y quisieron al calor del licor dirimir sus diferencia, desenfundando sus armas y protagonizando allí monumental trifulca.
Esa noche llovió plomo en el bar, lo que puso pies en polvorosa a clientes y anfitriones, particularmente a las mujeres, que en franco tropel bajaron la empinada cuesta llegando hasta la esquina de Miraflores, seguidas de uno que otro músico. Allí asustadas y semidesnudas estaban la Plancha Gocha, la Mica, la costeña Encarnación, la Varonesa, la Premio Gordo, la Paloma, Lola la Grande y Carmen la Dulce, lamentándose además porque sus amantes de ocasión se había volado sin pagarles, es decir que ‘les hicieron conejo’.
Esos escándalos que fueron frecuentes, junto con la denuncia de la recatada comunidad de que allí las parejas permanecían como Dios las trajo al mundo, llevó a que el alcalde Luis Marciales promulgara un decreto que fue motivo de burlas, el cual rezaba que a esos sitios públicos solo se podía ingresar con saco, corbata y sombrero, por lo que los mamagallistas cucuteños solían decir que los clientes del King Kong en atención a la norma acudían impecablemente vestidos, ropas que sus amantísimas esposas les arreglaban con todo el esmero, y que sus amantes les quitaban en un santiamén y sin delicadeza alguna. Muchos regresaban al hogar solo con el sombrero.
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