Un collar de ajos entrelazados servía también para el rebote de lombrices y como complemento antiparasitario al “jarabe Pipelón, para el niño chiquito y barrigón”, muy usado en aquellos años.
Si un niño estaba ‘pujón’ era menester buscar una mujer embarazada, primeriza, para que lo cruzara, pero si el caso era que el niño presentaba gases, se ponían a calentar unas gotas de aceite de comer y hojas de manzanilla, para hacerle un masaje suave en la barriga.
Esta técnica era usada igualmente cuando se decía que el niño estaba ‘descuajado’ o ‘bazuqueado’ (bazo inflamado), siendo ese el momento de llevarlo hasta donde la comadrona o el rezandero para que lo secreteara, quienes le susurraban algunas frases inaudibles al oído, le hacían un sobo abdominal y le ponían un trapo ajustado a manera de fajero, para que todo volviera a su estado natural y cesara la diarrea que solía darle a los niños en ese estado.
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El bazo inflamado también se trataba de la siguiente manera: Se agarraba un totumo pequeño, se abría un hueco, se le sacaban las tripas o pulpa y había que orinar dentro de él, se tapaba con un corcho, para enterrarlo debajo del fogón de las cocinas de barro que existían en muchas casas de antaño o en el patio. Eso garantizaba una mejoría para el padecimiento.
La erisipela se curaba sobándole siete sapos vivos por la barriga en la parte afectada del paciente, con buches de aguardiente, uno cada día, los que se colgaban de las patas al sol. En la medida que el animal se iba secando, así se secaba el enrojecimiento y la erupción de la piel producida por esa enfermedad.
En ayunas, en el tronco del árbol de guácimo, se estampaba o marcaba la huella del pie izquierdo del niño ‘ombligón’, se sacaba el pedazo de corteza que correspondía a la plantilla del pie, con la creencia que al cerrarse la cicatrizaba del tallo, el ombligo disminuía su tamaño hasta dejarlo normal.
Una penca de sábila caliente, pelada por una cara, se le pasaba a la persona por el pie para curar los espolones, debiendo colgarla al sol, con la fe que al secarse las pencas el doloroso espolón desaparecía. Esto se repetía durante nueve días.
El pasmo se curaba con baños de hojas maceradas de matarratón, calentando el agua con el sol de la mañana, lo que resultaba bien relajante. Este remedio servía también para quitar el salpullido y otras afecciones cutáneas.
El llantén era el remedio preferido para lavar heridas, evitando la infección y procurando una rápida cicatrización.
Las abuelas cortaban artemisa (altamisa) para hacer escobas y barrer toda la casa, dejando así las habitaciones y demás espacios con un agradable aroma, además de alejar las malas energías, según la creencia popular.
Una chicharra o un pájaro cucarachero se metía en la boca de aquellos niños que se demoraban en hablar o tartamudeaban y eso les ayudaba a soltar la lengua, decían los viejos.
Para sacar las espinas encarnadas un parche de miel o cera de abeja, los abscesos se tratan con baños de malvarrosa o yerba de sapo con almidón o papa machacada.
La tortícolis (dolor de los músculos del cuello) se curaba con orégano machacado, doblar el codo y presionar el músculo del antebrazo o poner una toalla mojada en agua tibia alrededor del cuello y agua fría en los pies por 15 minutos, según lo recomienda la hermana María Fanny Velásquez, misionera de la Madre Laura, en su libro “Con las plantas la salud al alcance de tus manos”.
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