Refundidos en los estantes de la historia se van quedando oficios que fueron en su momento populares e hicieron parte de la cotidianidad en nuestros pueblos y ciudades.
La sociedad de consumo y las nuevas tecnologías van relegando aquellos trabajos que desempeñaron nuestros mayores para procurarle el sustento a la familia y que de a poco fueron sustituidos por máquinas, que no sienten y que no protestan.
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Uno de esos oficios que llegaron a ser populares es el del afilador, un personaje que iba por las calles amolando los cuchillos, las navajas, tijeras y todos aquellos instrumentos de filo que ponían en sus manos las amas de casa alertadas por su pregón.
Esos utensilios de cocina o jardinería nunca quedaban con el suficiente filo y eran el dolor de cabeza de las jefas del hogar, aunque se esmeraran usando las piedras que les traían del río los diligentes esposos.
Ellos también se daban su maña para afilar los cinceles y formones, pero también corrían a sacar a la calle esas herramientas de mano cuando escuchaban el sonido de la campana de la bicicleta o del carrito tocada por el afilador, el verdadero experto en el mantenimiento de los ‘filos’.
Un esmeril mecánico
En Cúcuta donde el oficio del amolador o afilador fue popular, ya es difícil encontrar quien asiente o le saque filo a los instrumentos de corte. Sin embargo, quedan algunos que cumplen esa rutina para beneplácito de las mujeres que pasan trabajo a la hora de atasajar la carne o picar la cebolla y el tomate, ingredientes para las deliciosas ensaladas.
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Uno de ellos es Juan Acero, de 69 años, nacido y criado en el barrio Alfonso López, quien lleva más de 20 años ganándose el sustento en el oficio de afilador, con un pequeño esmeril mecánico, con el que produce chispas al tiempo que afila los cuchillos de sus clientas.
Juan Acero recuerda que el esmeril lo compró hace más de 16 años a un señor que se lo ofreció, cuando trabajaba en Prados del Este, pagando $150.000, pero según dice, ha sido su mejor inversión porque ese aparato tan pequeño le ha dado para comer tantos años, porque no se daña y lo único que pide es el disco de afilar que cuesta menos de $10.000.
Antes trabajaba en piedras de afilar muy finas, ensambladas en una tabla, pero eran más dispendiosas las jornadas, porque tenía que hacerlo a mano, hasta que compró de segunda la máquina que lo ha acompañado mucho tiempo, que acopló en un extremo de su triciclo.
La mano izquierda le sirve para darle manivela y la derecha para acercar el cuchillo al disco que desgasta con la precisión que le dan los años de experiencia.
Su oficio es itinerante y tres veces a la semana acompaña el recorrido que hace el Mercado Libre de Cúcuta: lunes en el barrio Alfonso López, miércoles San Luis y viernes Cundinamarca.
El resto de la semana atiende a los clientes en su casa del barrio Galán, en el suroccidente de la ciudad, donde también arregla ventiladores.
Los precios van desde $1.000 a los $2.000 cuando se trata de cuchillos, pero la tarifa sube si le llevan tijeras de peluquería que son más delicadas o grandes tijeras para jardinería, explica Juan Acero, quien siempre va acompañado de su esposa.
En el cajón del triciclo lleva pegantes para reparar calzado, aceites usados para lubricar los ventiladores y repuestos para ollas a presión, trabajos que ocasionalmente hace para redondearse el diario.
"Este trabajo de afilador pocos lo hacen porque no deja mucha ganancia y los jóvenes prefieren aquellos oficios o profesiones donde ganen bastante dinero", asegura Juan Acero.
Las bordadoras ya no se sientan frente a sus casas
En las calurosas tardes del barrio La Libertad de antaño, decenas de amas de casa sacaban los taburetes al porche de sus casas una vez terminaban los quehaceres del hogar, para sentaban en amena plática con sus vecinas a bordar.
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De esas telas tensadas en un tambor de madera iban brotaban como por encanto coloridos pájaros y mariposas, fragantes ramos de flores y toda una gama de figuras que servirían después para adornar vaporosas batas que usaban las damas de Cúcuta.
"Los tunebos era quienes vendían esas obras de nuestras abuelas y madres artesanas por las calles y puerta a puerta, prendas que ellos daban a las mujeres de La Libertad mediante sistema de maquila para que las bordaran y el resultado eran piezas muy hermosas y únicas".
Marta Santamaría Guerrero, una de las últimas bordadoras de esa ciudadela de Cúcuta, confiesa que aprendió el bordado de niña mirando a su mamá, Gricelia Guerrero, natural de San Andrés (Santander), fallecida a la edad de 81 años y que también le trabajó a los tunebos.
"Eso se perdió porque los vestidos que ellos venden ahora son bordados en máquinas industriales, quitándole trabajo a las mujeres que se ayudaban con el bordado desde el hogar para generar ingresos".
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Marta dice que su mamá aunque no sabía leer ni escribir, aprendió también de su progenitora, porque el bordado y su técnica es algo que se va aprendiendo de generación en generación. "Ella pintaba sus propios dibujos y trabajaba muy bonito y en su tierra le encargaban trabajos y de eso se sostenía".
Era muy diestra con el punto relleno para darle cuerpo a las figuras, mientras que los tallos y algunas líneas se hacen con puntada atrás, otras son puntadas de ojal y puntada continua. Se usan agujas punta roma finita o gruesa, aguja delgada y aguja con ojal grande para el bordado español que se logra con hilo perlé, mientras que el bordado normal se trabaja con hilo de lana, explica.
Un oficio de nobles
El bordado era menester de damas nobles y de religiosas conventuales, que pasó a ser oficio de mujeres de toda condición que bordaban o labraban los ornamentos para el oficio religioso, túnicas, capas y camisas.
Se atribuye la invención y el primer desarrollo de este arte a los babilonios ya que de Mesopotamia procedían los más famosos bordados en la Edad Antigua.
En la historia del bordado la civilización bizantina ocupa el primer lugar durante la Edad Media y las Cruzadas fueron el vehículo de este arte para el Occidente, pero en la Edad Moderna el bordado alcanzó una gran distinción al usar en abundancia el hilo de oro o de plata (o canutillo) aplicado por manos expertas que ensartaban gemas, perlas y otros abalorios.
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