La comunidad de Cúcuta, en particular, y del país, en general, se vieron sacudidas por un crimen atroz que el 19 de diciembre no solamente dejó una familia en luto, sino que abrió otro doloroso capítulo en la historia de la violencia contra los líderes sociales.
Fabio Ortega, abogado y reconocido defensor de derechos humanos fue asesinado en circunstancias que reflejan la grave desprotección que padecen quienes, como él, luchan por la justicia y la equidad en un contexto cada vez más peligroso para los activistas sociales. Ortega, quien durante años defendió los derechos de las comunidades más vulnerables en Norte de Santander, dejó un testimonio claro de la desconfianza que sentía hacia el sistema de protección del Estado.
En sus últimas publicaciones en redes sociales alertaba sobre la vulneración del derecho a la seguridad personal y la vida de los defensores de los derechos fundamentales.
“Más preocupante aún la vulneración por parte de la Unidad Nacional de Protección del Derecho a la seguridad personal, la integridad y la vida de líderes sociales, veedores ciudadanos y defensores de derechos humanos de Norte de Santander”, escribió Ortega, dejando entrever que su lucha no solo era por los los demás, sino también por proteger su propia vida.
Su muerte no es un hecho aislado ni mucho menos la primera en la región. Según datos del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), con el asesinato de Ortega ya son 171 los líderes sociales asesinados en 2024, una cifra alarmante que subraya la grave crisis de violencia que afecta a Colombia, particularmente en las zonas más conflictivas del país como Norte de Santander.
Cada uno de estos crímenes tiene un mensaje claro: los líderes y defensores de derechos humanos siguen siendo blancos de violencia y su trabajo, lejos de ser protegido, sigue siendo amenazado por actores armados ilegales y, tristemente, por la ineficiencia del sistema estatal.
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Una protección que nunca llega
Luis Alberto García, líder y defensor de derechos humanos, no tiene dudas al afirmar que la situación de Ortega refleja una tendencia mucho más amplia y preocupante en el país.
“Es una situación crítica y es muy lamentable lo que nos está sucediendo en el departamento. La falta de garantías por parte de las entidades correspondientes es evidente”, advierte García, quien aprovecha para notificar el desinterés y la desestimación de las denuncias que los líderes sociales presentan ante las autoridades.
Según García, el caso de Ortega es un ejemplo claro de cómo la Unidad Nacional de Protección (UNP), encargada de garantizar la seguridad de los defensores, no ha logrado cumplir con su mandato.
“El doctor Fabio inicialmente tenía un riesgo de nivel extraordinario, el máximo nivel en el sistema de la UNP. Pero después se le asignó un nivel medio, lo que permitió que su seguridad fuera vulnerada. Pasó de tener un vehículo blindado y dos escoltas a uno convencional. Incluso, se le iba a retirar el vehículo y a dejarle un solo escolta”, denuncia García.
Este cambio en el nivel de protección no solo refleja una falta de comprensión de la realidad del terreno, sino también una actitud peligrosa por parte de las autoridades encargadas de la seguridad de los defensores.
Observa García que los analistas de la UNP -muchos de los cuales provienen de Bogotá y desconocen la dinámica del conflicto armado en regiones como Norte de Santander- no comprenden la complejidad del entorno en el que trabajan los líderes sociales.
“Los analistas que vienen de Bogotá no conocen el territorio, no salen de la ciudad. Solo se informan a través de fuentes documentales y hechos noticiosos. Pero esto no es suficiente cuando se trata de un territorio como el de Norte de Santander, donde la presencia de grupos armados ilegales es una constante”, precisa García.
La desconexión con la realidad
El testimonio de Digna Rosa Ortega, lideresa social y comunal, es igualmente desgarrador. Ella compartió con nosotros su consternación al ver que la situación de violencia en la región no solo afecta a quienes lideran procesos comunitarios, sino también a sus familias.
“Uno se siente consternado y con tristeza porque no hay garantías para ejercer nuestro liderazgo. Nos dicen que nos retiremos, que por qué estamos ahí sabiendo la amenaza. Pero esa no es la opción. La opción es que el gobierno a nivel nacional nos brinde todas las garantías”, expresa.
A pesar de haber denunciado amenazas desde septiembre, ella misma ha vivido la frustración de no recibir la respuesta adecuada.
“Desde que denuncié, hasta la fecha, no he recibido el análisis de la UNP. Nos citan a las oficinas, pero nunca llegan al territorio. Y cuando nos ofrecen ayuda, es a través de un celular, como si todo fuera remoto, sin la atención directa que necesitamos”, lamenta Ortega, quien enfatiza que muchos líderes sociales se ven obligados a mentir sobre su situación para que las autoridades les otorguen algún tipo de protección.
Un sistema en crisis Giovanny Gallo, presidente nacional del sindicato de la Unidad Nacional de Protección, también fue contundente al referirse a las fallas del sistema de protección. Gallo explica que a pesar de los es fuerzos de los líderes sociales por obtener protección, las medidas implementadas hasta ahora no están funcionando.
“No es posible asignarle (a alguien con alto riesgo de amenaza), en un departamento con tanta presencia de grupos armados ilegales, una camioneta convencional. Sabemos que Fabio Ortega había solicitado medidas de protección adecuadas desde hace tiempo, pero también sabemos que esas medidas iban a ser levantadas”, advierte Gallo.
En su concepto, el problema radica en que las personas encargadas de adelantar los análisis de riesgo no son las más capacitadas y, en muchos casos, los esquemas de protección se asignan más por cuestiones políticas que por una verdadera evaluación de las necesidades.
“Hay muchos casos en los que los analistas están sobrecargados de trabajo, no tienen la preparación adecuada y, como resultado, los estudios que realizan no cumplen con los estándares de calidad necesarios”, subraya Gallo.
La crítica a la ineficacia del sistema es clara: en una región como Norte de Santander, donde la violencia de grupos armados organizados y bandas del crimen transnacional es una realidad palpable, las medidas de protección deben ser excepcionales y eficaces.
No basta con una camioneta convencional, cuando los defensores de derechos humanos enfrentan el riesgo constante de ser asesinados por su labor.
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Un llamado urgente a la acción
El asesinato de Fabio Ortega es solo uno más en una larga lista de crímenes contra líderes y defensores de derechos humanos en Colombia. Cada muerte refleja el fracaso del Estado en garantizar la seguridad de quienes se juegan la vida por la justicia y la equidad. Mientras las cifras de líderes asesinados continúan creciendo, las respuestas del gobierno parecen ser cada vez más insuficientes.
Hoy, el país no solo llora la pérdida de un líder valioso, sino que también debe reflexionar sobre las profundas fallas en el sistema de protección que pone en riesgo la vida de miles de personas que luchan por los derechos de las comunidades más vulnerables. El tiempo para la acción es ahora.
La pregunta es: ¿estamos realmente dispuestos a proteger a quienes defienden los derechos humanos, o seguiremos ignorando su lucha hasta que sean silenciados para siempre? Este medio de comunicación intentó ubicar a un delegado o vocero de la UNP pero no fue posible obtener un pronunciamiento oficial al respecto.
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