En Tibú, la muerte dejó de ser un buen negocio. Nadie se atreve a recoger los cuerpos, y los cadáveres quedan ahí, abandonados en la orilla de una carretera, en una trocha, en medio del monte, esperando a que alguien los mueva. Pero nadie llega.
Desde la masacre del funerario Miguel Ángel López, su esposa y su hijo de meses en una vía rural cuando viajaban de Cúcuta a Tibú, el pasado 15 de enero, las funerarias prácticamente desaparecieron.
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López, que se había convertido en el único que aún recogía cuerpos en la zona, terminó acribillado junto con su familia en un crimen brutal que, según se dice, ocurrió porque había recogido los muertos equivocados.
Ese fue el punto de quiebre. La advertencia estaba clara y el mensaje llegó a todos los que se dedicaban a este oficio.
La mayoría cerró, algunos huyeron, y los pocos que quedan han puesto una condición: no recogen muertos del conflicto. El problema es que en Tibú, casi todos los que mueren lo hacen por la guerra.
Antes, cuando aparecía un cadáver, la funeraria llegaba casi de inmediato. Era un trabajo como cualquier otro. Ahora, pueden pasar días sin que nadie toque los cuerpos, y la descomposición hace lo suyo. “Aquí la gente se muere dos veces”, dice un hombre que aún vive en el pueblo. “Primero, cuando los matan. Después, cuando los dejan podrirse”.
Las familias que tienen recursos optan por trasladar los cuerpos hasta Cúcuta. Pagan grandes sumas de dinero para evitar problemas en el camino y conseguir que el proceso se haga de manera legal.
Pero para los que no tienen esa opción, la situación es aún peor. Algunos han tenido que enterrar a sus familiares como pueden, en terrenos improvisados, sin ataúdes, sin ceremonias.
Otros simplemente esperan hasta que alguien, aunque sea el grupo armado que los mató, decida qué hacer con ellos.
El miedo ha cambiado la forma en la que Tibú enfrenta la muerte. Ahora, cuando alguien es asesinado, lo primero que se preguntan sus allegados no es quién lo mató, sino quién se va a atrever a recogerlo. Y la respuesta casi siempre es la misma: nadie.
Las funerarias que aún operan lo hacen con un temor latente. Siguen vendiendo ataúdes, ofreciendo servicios básicos, pero se niegan a recoger cuerpos.
Un exfunerario, que salió del pueblo después del asesinato de López, lo dice sin rodeos: “No es que uno no quiera trabajar, es que si lo hace, lo matan”.
En algunos casos, los cadáveres han sido recogidos por los mismos grupos armados. No por compasión, sino para asegurarse de que desaparezcan. En otros, simplemente quedan en el lugar donde cayeron.
“Antes, cuando mataban a alguien, se escuchaban llantos, se veía movimiento, se organizaban velorios”, cuenta otro habitante. “Ahora solo hay silencio. Nadie pregunta, nadie llora en público, nadie quiere terminar igual”.
La zozobra se ha convertido en el estado permanente de los funerarios que decidieron quedarse. Viven con la incertidumbre de no saber cuándo pueden estar pisando la línea que no deben cruzar.
A fin de cuentas, el asesinato de Miguel Ángel López dejó claro que recoger un cuerpo puede costar la vida.
Mientras tanto, Tibú sigue acumulando muertos. La guerra no se detiene, pero los entierros sí. Los cuerpos quedan en la tierra sin lápidas, sin nombres, sin despedidas. En este rincón de Norte de Santander, la violencia no solo mata, sino que también niega el derecho al duelo. Aquí, ni siquiera la muerte significa el descanso.
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