¿Qué debería ser prioritario para mejorar las condiciones de vida en esta región?
Primero, garantizar servicios básicos: agua, electricidad, gas, educación y salud. Segundo, promover el empleo digno y formal. Tercero, planificar el desarrollo urbano y ambiental para evitar que el crecimiento poblacional genere caos. Y por supuesto, impulsar la producción y el comercio, pero de manera que el beneficio llegue a la población local y no solo a grandes empresas.
Usted ha señalado que las decisiones sobre la frontera suelen tomarse de forma centralista. ¿Eso sigue ocurriendo?
Sí. Tanto Bogotá como Caracas toman decisiones sin consultar a los actores locales. El cierre de la frontera en 2015 es un ejemplo: se decretó desde las capitales, sin tener en cuenta el impacto en las comunidades. Eso generó desabastecimiento, migración forzada y pérdida de empleos. Necesitamos que los municipios y gobernaciones tengan voz y voto en el diseño de las políticas fronterizas.
¿Qué papel juega la academia en todo este proceso?
La academia tiene la tarea de producir conocimiento y formar talento humano. Desde las universidades del Táchira y la UFPS hemos desarrollado estudios, diplomados y publicaciones sobre integración fronteriza. Incluso se ha propuesto un “currículo fronterizo” que permita educar a los niños y jóvenes en temas de integración, historia común y desarrollo sostenible. Pero para que esto tenga impacto, los gobiernos deben usar ese conocimiento en la formulación de políticas públicas.
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¿Qué tan urgente es crear una hoja de ruta común entre Colombia y Venezuela?
Es urgente. Cada día que pasa sin un plan conjunto perdemos oportunidades de desarrollo y dejamos que el mercado negro y la informalidad dominen la economía. La ZIF puede ser ese plan, porque está respaldada por la CAN, por estudios académicos y por experiencias en otros países.
¿Qué mensaje le enviaría a las autoridades de ambos países?
Que piensen en la frontera como un territorio vivo, con problemas y potencialidades propias. Que diseñen políticas participativas, que involucren a las comunidades, a los empresarios, a los sindicatos y a las universidades. La integración no puede ser solo un discurso: debe traducirse en bienestar para los pueblos que comparten historia, cultura y un destino común.
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