

Colombia vive un momento inédito: por primera vez en su historia, un expresidente ha sido condenado penalmente. Álvaro Uribe Vélez recibió una sentencia de 12 años de prisión domiciliaria e inhabilidad para ejercer cargos públicos por 8 años.
Pero más allá de los titulares, lo que realmente está en juego es algo mayor: la confianza en la justicia y la salud de nuestra democracia.
El impacto institucional es profundo. La condena ha encendido nuevamente la polarización nacional, sacando a flote las emociones más intensas de ambos extremos políticos.
Desde un lado, se cuestiona por qué al jefe del Centro Democrático se le impone la pena máxima y se ordena su reclusión en domicilio antes de que haya una segunda instancia, mientras otros casos de mayor gravedad —como el de exjefes guerrilleros ante la JEP o el del hijo del presidente— parecen avanzar sin el mismo rigor ni celeridad.
Del otro lado, hay quienes celebran el fallo como un símbolo de que nadie está por encima de la ley.
Pero ni la justicia debe impartirse con revanchismo, ni la defensa puede convertirse en un acto de victimización política. Ambos caminos son peligrosos y nos conducen a una sociedad más fragmentada, más iracunda, más difícil de reconciliar.
Una frase pronunciada por la jueza durante la lectura del fallo ha encendido una alarma legítima: al señalar que los hijos del expresidente “no tuvieron la gallardía de acompañarlo”, se cruzó la línea entre lo jurídico y lo personal.
La justicia no puede dictarse con rabia, ni emitir juicios morales sobre quienes no están siendo procesados. Esa carga emocional en un fallo histórico compromete la majestad que debe tener el estrado judicial.
Este es un llamado urgente a proteger la institucionalidad. A que la justicia se aplique con la misma severidad en todos los casos, sin importar apellidos, cargos o banderas políticas.
A que los procesos sean céleres, imparciales y respetuosos del debido proceso, no solo en este caso, sino en todos los que duermen en los despachos judiciales del país.
Vendrán semanas intensas en lo jurídico y lo político. La defensa ya anunció apelación. El Tribunal Superior de Bogotá tendrá la última palabra. Pero en el mientras tanto, Colombia no puede permitirse que esta condena de primera instancia se convierta en leña para el fuego de la división.
Hay que tener la cabeza fría. Este caso no puede ser utilizado ni para destruir políticamente al adversario ni para convertir a nadie en mártir.
Ambos extremos son igual de peligrosos y profundamente antidemocráticos.
Desde esta esquina de Colombia creemos en una justicia firme, pero serena. Imparcial, pero humana. Rigurosa, pero no vengativa.
Si el país convierte este fallo en un nuevo campo de batalla, todos perdemos. Pero si logra convertirlo en una oportunidad para exigir una justicia más fuerte, más justa y más creíble, entonces habremos ganado todos.
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