

El fallo en primera instancia que responsabiliza al expresidente Álvaro Uribe por los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal es, sin duda, uno de los hitos más trascendentales de la historia judicial y política de Colombia.
La lectura del documento, extensa, minuciosa y controversial, marca un antes y un después en la manera como se juzga el poder y, al mismo tiempo, deja abiertas más preguntas que certezas.
Desde La Opinión reiteramos con firmeza nuestro respeto irrestricto a la independencia y a la majestad de la justicia. Ningún poder debe estar por encima de la ley. Ni el de un expresidente ni el de un juez ni el de un senador. Como lo recordó la misma jueza Sandra Heredia al iniciar su exposición: “la justicia no se arrodilla ante el poder”.
Sin embargo, también consideramos necesario alzar la mirada más allá del expediente judicial y plantear una inquietud legítima que recorre al país de orilla a orilla: ¿hasta qué punto este proceso, por más pruebas y alegatos jurídicos que contenga, no ha sido también instrumentalizado políticamente por quienes han hecho de su cruzada contra Uribe un proyecto de vida?
El nombre que inevitablemente emerge es el del senador Iván Cepeda. El sentido de fallo reconoce su rol como víctima y como parte civil en el proceso. Su testimonio fue considerado creíble, coherente y carente de animadversión personal.
Sin embargo, al margen de lo jurídico, lo político también tiene rostro, y Cepeda ha capitalizado este juicio como el eje de su narrativa pública durante más de una década. El congresista ha construido un capital político sobre la base de este caso, proyectándose como el contradictor más visible del uribismo y, en los hechos, como uno de los grandes ganadores políticos con la declaratoria de culpabilidad del expresidente.
Esto no deslegitima necesariamente su papel. Ni sus denuncias. Ni su coherencia ideológica. Pero sí obliga a preguntarse por el espíritu con el que ha actuado: ¿se trata de un ejercicio ejemplar de ciudadanía o de una apuesta deliberada por judicializar la política y obtener réditos personales del proceso? ¿Dónde termina el deber de memoria histórica y comienza la explotación electoral del rencor?
La justicia no puede ser ni espectáculo ni venganza. Tampoco puede ser reducida a trincheras ideológicas. Colombia necesita que las instituciones funcionen sin presiones, sin aplausos de un bando ni abucheos del otro. Que el juicio a Uribe —y el juicio a todos los poderosos— sea un precedente de garantías y no un teatro de polarización que enturbie más el ambiente.
Como es obvio, dentro del debido proceso vendrán las apelaciones. Se producirán más debates y ocurrirán nuevas batallas políticas. Pero ojalá, en ese camino, prime el interés superior del país sobre el cálculo de corto plazo.
Hay que tener presente que la verdadera justicia no se trata de quién gana o pierde un pleito, sino de si la sociedad puede confiar en que la verdad se buscó con integridad. Y eso —precisamente eso— es lo que Colombia no puede darse el lujo de perder.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion