Mare Internum, año 75 a. C. Un barco mercante navega rumbo a la isla de Rodas. A bordo, Julio César acompañado sólo por su fiel Labieno. Obligado por sus enemigos a exiliarse de Roma, se dirige al encuentro con el maestro Apolonio para aprender oratoria y de este modo, a su regreso, iniciar una feroz pugna para ingresar en el Senado y enfrentarse allí al temido Cicerón.
Así arranca la extraordinaria segunda entrega de la saga dedicada a Julio César por Santiago Posteguillo. En ‘Maldita Roma’ encontraremos ya al mito en la plenitud de su talento político y militar, dispuesto a vencer cualquier obstáculo en su imparable conquista del poder.
Este es un relato sin tregua en el que viviremos ataques piratas, el enfrentamiento con Espartaco en la rebelión de los esclavos, grandes batallas en las que sentiremos el olor de la sangre y el estruendo de los gladios. Comprenderemos los hábiles manejos de César para ascender en política y asistiremos, incluso, al nacimiento de la reina Cleopatra a orillas del Nilo.
Una novela magistral que nos habla sobre el auténtico precio del poder. Y es que Julio César está a punto de aprender que Roma lo exige todo, hasta su bien más preciado, lo único que él no está dispuesto a entregar. Pero Roma no negocia con nadie. Ni con César. Maldita Roma.
Lea un fragmento del segundo libro de la serie de Julio César, del escritor español Santiago Posteguillo, que ha alcanzado la fama por varias novelas cuya trama transcurre en la antigua Roma. Disponible en librerías con el sello Ediciones B.
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Principium Centro de la Galia
Una colina en las proximidades de la fortaleza de Bibracte* 58 a. C.
Retaguardia del ejército romano
—¡Hay que retirarse, procónsul! —vociferó el joven Publio Licinio Craso—. ¡Por todos los dioses, el enemigo va a rodearnos!
César escuchaba al hijo de Craso gritándole exactamente lo que él mismo ya sabía que debía hacerse y, sin embargo, se resistía a dar la orden de retirada. Había dos batallas: la que todos veían y la que él sentía en su interior. Las convulsiones se acercaban, podía percibirlo y sabía que sólo manteniendo la calma más absoluta, tal y como le habían dicho los médicos, podría dominar su cuerpo.
La batalla de fuera, la que todos veían, había empezado bien, con las dos primeras líneas de veteranos empujando a los helvecios y sus aliados hacia su campamento, pero, de pronto, un contingente con guerreros de otras tribus, de boyos y tulingos, procedentes de la retaguardia enemiga, había rodeado todo el frente de combate y había desbordado a las legiones por el flanco derecho por donde se lanzaban contra ellos para embolsarlos, tal y como decía el joven Craso.
César vio a Tito Labieno, su segundo en el mando, ascendiendo por la colina en busca de instrucciones. Esto es, para confirmar de qué forma replegarse y alejarse de un campo de combate que se había transformado en una ratonera.
Publio Licinio Craso se hizo a un lado de inmediato al advertir que se aproximaba Labieno. El joven Craso tenía la esperanza de que el veterano legatus, que era además el mejor amigo del procónsul, lo hiciera entrar en razón.
Sin duda, para Tito Labieno la opción más lógica era también un repliegue ordenado, pero llevaba ya demasiados años con César y había compartido muchos momentos críticos, muchas situaciones imposibles con él como para dar por sentado lo que su amigo pudiera estar pergeñando.
César mandaba, y Labieno no consideraba otra opción que la de estar con él, siempre, hasta el final. Sólo que, en aquella ocasión, si no se replegaban, el final parecía inminente.
—Esos malditos nos están desbordando —comentó Labieno—. Hay que retirarse. No podemos combatir en dos frentes a la vez.
César sentía que había conseguido serenarse pese a aquella situación límite, estaba evitando que su cuerpo convulsionara. Miraba alternativamente hacia delante, hacia el corazón de la batalla, y hacia el flanco derecho. Se pasaba la mano por el mentón y seguía sin decir nada. Tenía seis legiones.
Las cuatro de veteranos —VII, VIII, IX y X— eran las que habían contenido el avance de los helvecios en el centro de la llanura, y tenía otras dos más, recién reclutadas, la XI y la XII, sin experiencia alguna en combate, en reserva.
Una posibilidad sería recurrir a estas tropas para intentar detener el ataque de los boyos y los tulingos que se abalanzaban contra ellos por el flanco derecho. Pero César no confiaba en esas tropas.
Aún no. No contra unos galos feroces a los que llevaba días persiguiendo, acosándolos sin descanso, y que ahora se habían revuelto contra él con furia desbocada y, al hallar un punto débil en su estrategia, veían la victoria en su mano.
Contra unos celtas tan motivados y expertos en la guerra, dos legiones recién reclutadas serían como ovejas ante una manada de lobos.
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No, de momento, XI y XII sólo servían para simular más fuerza de la que realmente tenía o para custodiar bagajes y proteger a los aguadores, pero no para la batalla campal. Quizá más adelante, pero… ¿habría un «más adelante» si no se retiraban ahora?
Labieno intuyó lo que César rumiaba y respaldó sus pensamientos:
—No, yo no creo que las legiones de reserva nos valgan para frenar a los boyos y los tulingos. —Aquí calló y no se aventuró a repetir la propuesta de retirada que ya había hecho el joven Craso y que él mismo había sugerido.
—La tercera línea de veteranos aún no ha entrado en combate —rompió César su largo silencio.
Labieno y Craso se miraron: las legiones combatían en tres líneas; la tercera la formaban los hombres más experimentados y, normalmente, se reservaban para el final. Las dos primeras líneas habían trabado lucha directa con los helvecios en el frontal de la batalla. La tercera no había luchado por ahora, cierto.
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