Esta semana, el exministro del Interior, Juan Fernando Cristo, presentó en la Fiesta del Libro de Cúcuta Cartas a mi padre, que nació hace 25 años con una carta que el también excongresista cucuteño le escribió a su padre, el senador y médico Jorge Cristo Sahium, asesinado por el Eln el 8 de agosto de 1997, y que leyó en su funeral.
A continuación, La Opinión reproduce uno de los capítulos del libro.
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Cuando tomé la decisión de devolverme, la situación en Colombia era muy delicada. Hasta Grecia llegaban las noticias de sucesos terribles como la masacre de Mapiripán. Por eso recibí toda clase de preguntas y consejos de parte de los otros embajadores latinoamericanos. No podían creer que quisiera devolverme a un país del que solo recibían noticias de guerra.
Sin embargo, al poco tiempo renuncié a mi cargo. Llegué en diciembre de 1997 a Bogotá y de ahí a Cúcuta, directo a trabajar en la campaña por la elección del Senado, que era en marzo. Ésa fue la campaña más corta, triste y exitosa que haya tenido nunca. Trabajé entre diciembre y febrero. Tuvimos un gran éxito en términos electorales. No hubo ningún problema para ser elegido, pero fue nostálgica.
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A donde llegaba me hablaban de mi papá: en el barrio San Miguel, donde doña Matilde en Comuneros, en la ciudadela de La Libertad, donde Marta o doña Josefa… En todas partes recibía manifestaciones de amor inmenso hacia él. Encontraba veladoras con sus fotos en la sala de hogares humildes y algunos levantaron altares completos en los patios de atrás. Lloraba cada noche que daba discursos y llegaba exhausto a mi casa.
Fue una campaña muy dura, con un desgaste emocional inmenso, pero logramos el objetivo de llegar al Senado y salvaguardar el legado de Jorge Cristo. Al final, de esto se han tratado estos 25 años de lucha.
En la bancada liberal me recibieron muy bien. Varios de los viejos amigos de mi papá me adoptaron como a un hijo. Mi trabajo comenzó y pronto nos dedicamos a hacerle oposición al gobierno del presidente Pastrana. Tuvimos cierta tranquilidad hasta que ocurrió algo que nos removió otra vez.
En los días finales de mayo del 2000, me llaman de Cúcuta y me dicen:
—Secuestraron a su tío.
—¿Cómo así?
Carlos Eduardo era un tío muy cercano, el hermano menor de mi mamá.
Mi mamá es la hermana mayor de su familia y mi tío, el menor. Él era casi como un hijo mayor para ella y un hermano mayor para nosotros. Era ingeniero en Cúcuta. Trabajaba en un conjunto muy grande de casas de estratos populares. Ese día llegó a visitar la obra y los del Eln lo montaron en una camioneta y se lo llevaron.
Durante las investigaciones acerca de la muerte de mi papá, una de las personas que estuvo más cerca de mí fue Horacio Serpa. Siempre nos reuníamos o me llamaba para contarme los avances y los retrocesos. Una tarde cualquiera me llamó y me dijo: -¡Oiga! Imagínese lo que está pasando... Entiendo si me dice que no, pero el Eln secuestró a un tipo que es un parlamentario liberal de Antioquia que se llama Jorge Mesa. Parece que lo confundieron con un Jorge Mesa que fue lugarteniente y testaferro de Pablo Escobar. Como es un parlamentario contra el que no tienen nada, lo quieren devolver, pero me están pidiendo que vaya a hablar con ellos en la Serranía de San Lucas y piden, además, que vaya con cinco personas de los que ellos llaman «las nuevas generaciones» o «los nuevos liderazgos del Partido Liberal» y una de esas personas es usted. Yo entiendo si no quiere ir.
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—No, yo quiero ir. Acuérdese que tengo a mi tío secuestrado. Voy seguro. ¿Quién más va?
—Viviane Morales, Germán Vargas, Rodrigo Rivera, Luis Guillermo Vélez, usted y yo.
—Listo.
El viernes de la semana siguiente salimos todos, con excepción de Luis Guillermo. Los cuatro estábamos en el Senado. Ellos tres en la Comisión Primera y yo en la Sexta. Ellos tenían más experiencia parlamentaria. Para algunos era su segundo periodo e incluso el tercero. Yo era el primíparo. Tomamos un avión hacia Barrancabermeja y en el aeropuerto nos esperaba un helicóptero que nos llevó a la Serranía de San Lucas a un campamento eleno en medio de unas montañas impresionantes.
Al llegar nos encontramos con Pablo Beltrán. Supuestamente veríamos a Gabino, pero nunca apareció. Estaba Óscar Santos, que en ese entonces era el comandante de toda esa zona del Magdalena Medio. Poco tiempo después murió por enfermedad. Por supuesto, había un numeroso grupo de hombres armados. A manera de anécdota, recuerdo que en un momento German me pidió que lo acompañara a fumar un cigarrillo y nos paramos al filo de la montaña, con otra más alta al frente. Se nos juntó Óscar Santos y Vargas, en su particular y divertido estilo, le dijo: «Oiga los veo mal de ropita y armamento, se ve que los paras los tienen jodidos. ¿Si estamos seguros acá con ustedes?». Santos no tuvo opción distinta a reírse y contestar que no nos preocupáramos por los paras.
Entramos en una carpa y nos sentamos en una mesa a conversar. Fue largo. Echaron todo su cuento de la Convención Nacional y criticaron con dureza a lo del Caguán y a Pastrana. Dijeron que ellos lo que necesitaban era que el Partido Liberal liderara la Convención Nacional, la participación de la gente en la construcción de paz y la transformación de los territorios.
Que el diálogo era con la gente y ellos eran simples intermediarios. Suena conocido ese discurso porque hoy siguen en las mismas y en el fondo aún mantienen la idea de la Convención Nacional.
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Después de más de tres horas de ese diálogo político, Serpa les pidió que habláramos de Jorge Mesa. Ellos dijeron que había sido una equivocación y que en ocho días lo soltarían.
—Listo. Ahora hablemos de Juan Manuel Corzo.
—Doctor Serpa —le respondió Beltrán—, eso sí está muy jodido. Ese tipo está ya sentenciado a muerte por la organización.
—¿Sentenciado por qué?
—Tenemos información de que ha patrocinado grupos paramilitares allá en el Norte de Santander.
Ahí intervine:
—Miren, yo soy contradictor de Corzo en el Norte de Santander. No sé de dónde sacaron ustedes eso. Eso no es cierto.
—Le aseguro que nosotros hemos indagado. En todo caso, ya está condenado. Entonces, pues, nosotros no podemos hacer nada. Lo único que se me ocurre recomendarle es que usted vaya a Caracas a hablar con Antonio García para reversar esa decisión. No hay otra posibilidad.
—Bueno —dijo Serpa,— yo voy a Caracas. Por favor, dígale a Antonio a ver cuándo puedo ir y me manda a avisar.
Zanjado ese asunto, Serpa intervino.
—Otro tema a discutir es que ustedes secuestraron al tío de Juan Fernando.
—Ay, doctor. No diga eso, —respondió Beltrán y volteándose hacia mí— ¿Cuándo lo secuestraron?
—Hace casi dos semanas
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Tres días antes de aquel encuentro, mi tío se les había volado. Se les voló antes de entrar al Catatumbo. En otro momento contaré cómo lo hizo, pero se escapó, caminó por el Catatumbo, llegó hasta la estación de policía de El Zulia, cerca de Cúcuta. Sabiendo eso, le dije a Beltrán que a mi tío lo habían secuestrado en Cúcuta. Beltrán se hizo el sorprendido. Me dijo que no sabía nada.
Después les conté que se les había volado a los tipos que lo tenían. Beltrán y los demás no aguantaron y se rieron. Luego Beltrán dijo:
—No, pero qué güevones...
—Se les fue. Ya está en Cúcuta. Pero quiero el compromiso de que no van a tomar retaliaciones.
Nuestra misión fue exitosa. Soltaron a Mesa y, gracias a las indicaciones de Beltrán, Serpa viajó días después a Caracas y pudo parar la sentencia a muerte de Corzo.
En ese encuentro, ni Serpa ni yo mencionamos el asesinato de mi papá. Sin embargo, cuando llegábamos al sitio donde nos iba a recoger el helicóptero para nuestro regreso, sentí que alguien me ponía la mano sobre el hombro y, cuando me volteé, me di cuenta de que era Beltrán.
—Senador, eso que hicimos en Cúcuta hace un par de años fue una equivocación. Nos equivocamos.
Quise decirle muchas cosas, pero solo me salió:
—Pero qué equivocación, ¿no? Y me subí al helicóptero.
Yo nunca tuve la menor duda de que los asesinos habían sido los del Eln.
Las aspas del helicóptero retumbaban en la montaña mientras mis pensamientos volaban de nuevo en el tiempo hacia ese 8 de agosto de 1997.
Nos devolvimos y siguió la vida.
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