Se acabaron los trompos. Se acabaron las metras. Se acabaron los caballitos de palo. Y se están acabando las cometas.
Pasaron aquellos tiempos en que muchachos y adultos se reunían en el patio de la casa (porque todas las casas tenían patio), o en el solar (porque todas las casas tenían solar), o en la callejuela del lado, por donde no pasaban carros ni caballos, a jugar al trompo.
El que perdía, debía poner su trompo al escarnio público, para que los demás jugadores le dieran con el herrón de sus trompos y le sacaran astillas y lo dejaran inservible. Por eso cada jugador cargaba dos trompos: el de jugar, vistoso, de colores, sedito, bien cuidado y con su herrón afilado, y el trompo de poner, viejo, triste, herido y gachareto. Era como una fábula de las personas: algunos lucen elegantes, con buen nombre y buena estrella, y otros van con la suerte en contra, apabullados por la vida, como trompo de poner.
Se acabaron las metras, bolas de cristal, que hacían reflejos con la luz del sol, y cuyo tas-tas, al golpearse las unas con las otras, producían una sensación de satisfacción musical, que seguía resonando toda la tarde. Las mamás, cómplices y asesoras de sus hijos en estos infantiles menesteres, les hacían bolsitas de tela, de alguna camisa ya inservible o de una pañoleta desteñida, para que allí guardara sus metras, sin peligro de desfondar los bolsillos de los pantalones.
Se acabaron los caballitos de palo que servían para recorrer al galope los corredores de la casa. A veces los niños del vecindario organizaban cabalgatas, como las de los adultos en época de ferias, pero sin dejar cagajones a su paso. Y en la escuela organizaban competencias donde cada caballito sacaba a relucir sus dotes de buena bestia, pujante y veloz, según fueran las zancadas de sus jinetes.
Se acabaron los camioncitos de palo, que se arrastraban con una pita o el cordón de unos zapatos viejos, y cuyo bufido había que hacerlo con la boca, porque los tales carritos, en un alarde futurista, resultaban silenciosos. En Navidad, cada niño varón esperaba su carrito de madera, así como cada niña, su muñeca de trapo de abundante cabellera, tejida con cabellos de mazorca.
Me entra la nostalgia y la suspiradera con tantos recuerdos de nuestra infancia, tan distinta a la de hoy, donde el celular, con sus muñequitos y sus chistes y sus groserías, es la entretención del niño.
Me entra la nostalgia en estos domingos de agosto, cuando miro al cielo, en busca de cometas, y no las encuentro. El aire de los atardeceres de agosto ya no tiene el encanto de aquellos años, hace pocos, en realidad, cuando las cometas surcaban el espacio y se bamboleaban orgullosas de su porte y de sus colores, como las muchachas cuando van por la avenida quinta luciendo sus formas y su caminar presuroso, luchando contra el viento que les levanta las faldas y les hace cosquillas en sus muslos.
Se están acabando las cometas, que le daban a este mes un toque especial de ensoñación y una enseñanza de que hay que elevarse y elevarse en busca tal vez de lo desconocido, de lo infinito, de la gloria.
Una que otra cometa, acaso despistadas, acaso en el lugar y el tiempo equivocados, se ven, de tarde en tarde, sin aspavientos, casi tristes, rememorando el susurro de los vientos que se quedaron en el recuerdo, pero que no volverán engalanados con el traje de fantasía de las cometas.
Hoy son otros los afanes y otros son los sueños. Todo es adelanto, todo es tecnología, todo es progreso, como dicen los estudiosos de los tiempos modernos. Todo cambia, para bien o para mal. Y es entonces cuando nos damos cuenta que la vejez llegó a nosotros, y que nos toca repetir con el poeta: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…”.