Tenía todo listo para largarme un mes a Rusia, a disfrutar del Mundial de fútbol, y aprovechar para darme un vueltón por las Europas y países vecinos. Eché la bufanda, los guantes morados, las medias de lana, la gorrita orejera, los calzoncillos térmicos y dos o tres mudas para cambio de chiros, en caso de que fuera necesario.
Para mis columnas periodísticas, Anverso y Reverso, (con los que no le puedo fallar al director del periódico) eché el portátil al morral, y listo. Con internet ahora podemos parodiar aquello de: “Hoy desde Cúcuta, mañana desde cualquier lugar del mundo” porque nos hemos metido en el cuento de acabar con las distancias.
Son dos columnas por semana, las que obligatoriamente debo escribir. Si son las seis de la tarde del día anterior al de la publicación, y en redacción no tienen mi escrito, el director me llama y me habla golpeadito: “¿Qué pasó con la columna de mañana?”. “Ya voy” –le digo, con el rabo metido entre las piernas.
De modo que, cuando viajo, antes que el cepillo de dientes y la piyama, debo echar el portátil, y la libreta de apuntes donde tengo la lista de temas que debo publicar, según la ocasión.
Conocería Rusia y todos sus atractivos turísticos. Sus mujeres. Sus catedrales. Sus ríos y sus lagos. Sus monumentos históricos. El año pasado asistí a una charla que dictó el médico Igor Ramírez, a propósito de su viaje por Rusia. Eso es mucha belleza, con nieve y todo. Algunos de los que allí estábamos nos moríamos de la envidia, pero yo me dije para mis adentros: Si el Dr. Igor pudo, ¿por qué yo no puedo? Fue entonces cuando empecé a engordar el marranito.
Además, asistiría a los partidos del Mundial, especialmente a la gran final, entre Colombia y Brasil, una final suramericana, como dicen los entendidos.
Soy aficionado al fútbol, desde niño, como ya lo dije en una de mis columnas anteriores, cuando jugábamos a la hora del recreo con una naranja o con tapas de cerveza o con cualquier cosa a la que pudiéramos darle pata para hacer goles. Alguna vez, en el colegio, quise ser jugador de fútbol, pero cuando hice un autogol no me volvieron a alinear en el equipo del curso, y hasta ahí llegaron mis ganas de volverme millonario con sólo dar patadas. Pero no le perdí el gusto a ver partidos, sobre todo cuando juega Colombia.
No le conté a nadie de mi viaje para evitar que los amigos me llenaran de encargos: “Tráeme unas botellas de vodka, y aquí te las pago”. “Te recomiendo una matruska, es decir, esas muñequitas que vienen una metida en la otra y en la otra y en la otra. Uno saca y saca muñequitas hasta la chiquitica, que ya no tiene cómo abrirla”.
Así que en silencio me fui preparando. El primer problema se me presentó el día que mi mujer me encontró preparando el morral.
-¿Y eso? ¿Para dónde se va?
-Al Mundial de Rusia- le contesté con la voz gruesa del que manda en casa. Y le añadí: “Me manda La Opinión a cubrir los partidos en mi estilo”.
- Por lo liso que es el panche –me respondió. -Pues yo también quiero ir –empezó el berrinche.
-No hay plata –le dije-. Yo puedo ir porque voy por cuenta del tanque.
Me quedé pensando si debía llevarla o no, entonces llamé a Igor y le pregunté:
- Doc, ¿usted llevó su señora a Rusia?
La respuesta fue sabia: “¿Y para qué llevar leña pal monte?
Así que el asunto estaba decidido. Pero una cosa piensa el burro… una noche me llamó Iván y me dijo:
-Supe que te vas pal Mundial. ¿Es cierto?
-Sí señor –le dije humildemente, creyendo que me iba a encargar algo. Pero no. Lo que me dijo fue:
-Te necesitamos aquí y ahora. Las elecciones, el triunfo, el empalme, tu asesoría. Ya sabes: La patria por encima de los partidos, como dijo Benjamín Herrera.
La patria por encima de los partidos del Mundial, ¡qué vaina! Y aquí estoy, sin haber podido viajar, esperando que empiece el partido de Colombia contra Japón y rogando a Dios que no me llame Iván Duque a alguna reunión o para que le ayude a armar la nómina.