El pasado 20 de marzo, un grupo representativo de alcaldes y gobernadores se manifestaron en favor del orden nacional por el recrudecimiento del conflicto armado interno en Antioquia, Meta, Caquetá, Norte de Santander, Chocó y Cauca. Los representantes de las regiones le hicieron un llamado de atención al Gobierno Nacional por el incremento de la violencia, el desconocimiento de sus competencias y la sistemática omisión de la fuerza pública que —desanimada por las políticas del sector defensa— no está ejerciendo control en las provincias de nuestros territorios.
El mensaje fue claro e histórico: «señores del Gobierno, ¿hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia?», dieron a entender los representantes democráticos de las regiones que viven y sienten el caos. Si ellos no están legitimados para cuestionar el estado actual del orden público, ¿entonces, quién puede hacerlo? Es que son evidentes los efectos de la inobservancia de la obligación constitucional del presidente de «conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado» (Art. 189).
Pero los antecedentes de nuestra cabeza de Estado demuestran que su actitud de vida se inspira en el abierto desconocimiento del ordenamiento jurídico y el desprecio por el statu quo. El restablecimiento de sus derechos políticos se dio porque la Procuraduría General de la Nación era incompetente para inhabilitar funcionarios de elección popular, no porque el ente de control hubiere omitido su deber de basarse en las pruebas incorporadas en el expediente.
La reforma viciada del Plan de Ordenamiento Territorial, la adopción abrupta de un nuevo esquema de prestación del servicio público de aseo y la modificación arbitraria de las tarifas del Sistema Integrado de Transporte Público son ejemplos de infracciones cometidas por el líder de la Bogotá Humana. Ahora que es presidente, Petro pretende que ignoremos que capitalizó políticamente el paro del Clan del Golfo durante la campaña presidencial; que su familia se reunió con capos de la mafia; que luego las cabezas del narcotráfico pagaron hasta quinientos millones por cupos en la Paz Total, y que —producto del desorden institucional— la semana pasada renunciaron treinta y cuatro coroneles, mayores y capitanes.
A Petro no se le puede creer por lo que dice, sino por lo que hace. Para todo tiene una explicación plausible, una coartada e incluso un escándalo: «yo no lo crie», «yo no sabía», «es una persecución» o «miren, trajimos a Aida Merlano a declarar», son los fundamentos comunes de sus defensas. La Fiscalía General de la Nación tendrá que hacer las investigaciones de estos hechos, ojalá antes de que se envíe una terna oficialista para el reemplazo de Francisco Barbosa. No se vale el juego sucio, ni son admisibles las alianzas político-criminales; la democracia solo es posible cuando se expresan ideas sinceramente, sin intrigas y con base en argumentos.