Como lo hemos recordado varias veces, expresa el preámbulo de la Constitución que sus propósitos esenciales, consistentes en realizar los valores de la unidad nacional y las garantías para la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, se deben alcanzar, pero no de cualquier manera, sino “dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”.
Son muchos los problemas y dificultades, muy protuberantes y graves, que enfrenta Colombia para conseguir esos objetivos. Corresponde al Estado ejercer un liderazgo en tal sentido, pero las soluciones y propuestas que formula y los proyectos que tramita, por iniciativa popular o de las ramas y órganos del poder público, deben corresponder a principios mínimos de razonabilidad, conveniencia, oportunidad, eficacia, idoneidad y coherencia.
Por estos días, a propósito de la iniciación de las sesiones del Congreso, varios de los proyectos -presentados y por presentar- están encaminados, entre muchas otras finalidades, a lograr la paz total, a derrotar y sancionar la corrupción existente, a garantizar una más oportuna y asequible administración de justicia; a erradicar la persistente crisis humanitaria que tiene lugar en el sistema carcelario; a atacar las graves condiciones de desigualdad y abandono en que se encuentra buena parte de la población; a establecer un mejor sistema de salud y seguridad social; a garantizar el derecho al trabajo en condiciones dignas y justas; a fortalecer las empresas medianas y pequeñas; a intervenir y controlar los servicios públicos, con miras a su adecuada y menos costosa prestación; a concebir y estructurar un plan de desarrollo y unos presupuestos que permitan alcanzar los objetivos de interés general.
Varias de las iniciativas gubernamentales son plausibles, y corresponden a los derroteros de la justicia social y al bien común. Lo que espera el país es que, superando diferencias políticas y la injustificada polarización que sigue afectando a los partidos, se llegue a consensos y acuerdos, en beneficio de la colectividad, sin discriminaciones.
Hay otras propuestas que merecen reconsideración y más detenido examen. Varias de ellas son perjudiciales y deberían ser retiradas.
Así, por ejemplo, aunque esté bien intencionada, la idea de crear una sala transitoria contra la corrupción, en el interior de la Corte Suprema de Justicia, es inconveniente, costosa y rompe la estructura constitucional de la rama judicial, a la vez que duplica funciones ya asignadas a otros órganos del poder público.
No se ve cómo pueda ayudar a descongestionar las cárceles el proyecto de ley que elimina el delito de incesto. Esa no es una urgencia nacional y, en cambio, sin ninguna necesidad, la iniciativa ofende a la familia e ignora arraigados principios morales y firmes creencias de la mayoría, que el Estado debe respetar.
Tampoco es acertado eso de permitir que los presos salgan de día y regresen a las cárceles en la noche, a comer y dormir. Eso favorece la impunidad y estimula el delito.
Es pésima la idea de auspiciar y legalizar la marihuana “recreativa”, y nos parece un deplorable mensaje -en especial para la niñez y la juventud- que algunos congresistas se declaren orgullosos de su adicción. Si en esas condiciones legislan, legislan muy mal.
Pensemos mejor los proyectos.