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Parábola sobre la complicidad del arte
Dos cosas, en particular, me han resonado como un eco en la cordillera: la relación de amantes y de amistad profunda entre Feliza Bursztyn y Jorge Gaitán Durán, y el mundo intelectual de aquella Bogotá de los cincuenta y sesenta.
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Martes, 28 de Octubre de 2025

Acabo de cerrar “Los nombres de Feliza”, la más reciente novela de Juan Gabriel Vásquez, y lo hago con esa mezcla de quietud y agitación que dejan los libros que remueven el sedimento de la memoria colectiva. No vengo a fungir de crítico literario —eso se lo dejo a los que miden con regla las prosas ajenas—, sino a compartir, como lector, lo que me ha tocado de cerca en estas páginas. Porque si algo destaca en esta autoficción histórica es cómo Vásquez no solo exhuma a una escultora olvidada, sino que conecta destinos dispersos entre vidas que, en su aparente caos, delinean el rostro de nuestra Colombia cultural.

Dos cosas, en particular, me han resonado como un eco en la cordillera: la relación de amantes y de amistad profunda entre Feliza Bursztyn y Jorge Gaitán Durán, y el mundo intelectual de aquella Bogotá de los cincuenta y sesenta, con todos sus artistas y en especial los que son de Norte de Santander y cuyos nombres se consagran en la historia.

Primero, esa amistad entre Feliza y Gaitán Durán, que Vásquez retrata no solo como un torbellino escandaloso —de los que tanto gustan en las crónicas sensacionalistas—, sino como un lazo de almas afines, forjado en el fuego de la vitalidad creadora de ambos. Feliza, la hija de polacos judíos exiliados en Bogotá con el peso de la Shoá (el Holocausto, esa sombra de horror y pérdida que marcó a toda una generación) en las espaldas y el genio en las manos para domar metales, chatarras y hierros retorcidos, encuentra en Gaitán Durán no un amante de telenovela, sino un compañero de ideas, un poeta que la impulsa a tallar su libertad. Lo dicho en el libro —y lo que se deja entrever en los archivos que Vásquez desentierra— es que su conexión es de esas amistades que trascienden lo carnal: conversaciones hasta el alba en cafés humeantes, debates sobre arte y exilio que la ayudan a navegar el conservadurismo bogotano.

"En un país de machistas, ¡hágase la loca!", le oímos decir a Feliza, y en Gaitán Durán ve un aliado que no la domestica, sino que la aviva. Es una relación de mutuo respeto, de esos vínculos que, como las esculturas de ella, resisten el tiempo porque están hechas de contradicciones vivas. Leerlo me hace pensar en cómo, en Norte de Santander, las amistades entre artistas han sido puentes igual de vitales: no rumores de farándula, sino pilares para el alma.

Y luego, ese mundo intelectual que Vásquez convoca con la precisión de un orfebre, una Bogotá efervescente donde el arte no era lujo de salones, sino pulso de la nación en posguerra. Ahí desfilan nombres que bullen como un río caudaloso: Marta Traba con su ojo crítico, Fernando Botero con su volumen colorido, Alejandro Obregón, la “mamá del arte colombiano”, con su furia pictórica. Pero lo que me atañe más, como raizal de las tierras del norte, es cómo Vásquez ilumina a los nortesantandereanos en ese panorama: Eduardo Cote Lamus, el poeta de Cúcuta que, con su pluma afilada, cofundó la revista “Mito” junto a Gaitán Durán, inyectando a la escena un soplo regional de rebeldía y lirismo. Cote Lamus no es un mero secundario; es la voz de esa frontera andina que late en las páginas, un hombre que, como Feliza, transformaba el dolor en verso, recordándonos que el arte colombiano no nace solo en la capital, sino en los cruces de caminos como el de Pamplona y Cúcuta.

Y no puedo dejar de lado a Beatriz Daza González, la ceramista pamplonesa de manos certeras, contemporánea de Feliza en los salones nacionales de los sesenta, donde sus piezas de arcilla dialogaban con las esculturas metálicas de la biografiada y que falleció lamentablemente en un accidente automovilístico en Cali, en el que Feliza Bursztyn resultó herida. Aunque Vásquez no la nombra explícitamente —su foco es el círculo inmediato de Bursztyn—, Daza orbita ese mismo universo: mujeres que, en un país de hombres recios, esculpían su voz desde sus fronteras comunes. Ambas, Feliza y Beatriz, junto a Marta Traba, representan también esa sororidad callada de las artistas olvidadas, que tejían redes sutiles contra la desmemoria.

“Los nombres de Feliza” no es solo una novela; es un llamado a nombrar, a conectar los puntos dispersos de nuestra historia cultural. En un 2025 donde las regiones claman por visibilidad, Vásquez nos regala no héroes de mármol, sino amigos y creadores de carne y duda. Y en eso radica su importancia: nos hace sentir que, desde Cúcuta hasta París, el arte es un hilo que une, no divide. Lean, nombren, recuerden. Porque, como Feliza bien sabía, soldar el pasado es el único modo de no perdernos en el futuro.


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