La columna de este mes pretende describir un gusto muy particular que seguro comparto con un gran número de semejantes, lo cual es el rock and roll, pero principalmente el Heavy Metal, caracterizado por el predominio de guitarras distorsionadas, un ritmo poderoso de la batería, voces desgarradoras y, un bajo que cubre armónicamente todo el escenario.
No puedo ocultar que me siento emocionado, ya que, cuando tenía 15 años, allá por 1976, un amigo del colegio se apareció con un disco de un grupo muy particular. Los integrantes se pintaban la cara y vestían ropas extravagantes, zapatos con altas plataformas, capas que semejaban alas de murciélago e instrumentos en forma de hacha o de nave espacial, se trataba del grupo KISS. Es lógico suponer que para un adolescente como yo, que apenas estaba buscando su identidad y tomaba clases de guitarra, esto resultó ser muy atractivo. Pues bien, hace algunas semanas se presentaron en Bogotá y después de muchas décadas y arrugas en la cara, no solo de mi parte sino también de los músicos, pude ver en vivo su espectáculo. El concierto estaba pautado para hace 2 años, pero debido a la pandemia se fue suspendiendo hasta este mes. No perdí la oportunidad para invitar a mis hijas, de 10 y 12 años, las que en un principio se mostraron un tanto escépticas al respecto, pero bajo la promesa de que nunca verían algo parecido y no se arrepentirían, se dejaron llevar por la emoción de su papá, por lo menos en esta ocasión. El día de la presentación llegamos como a las 5 al movistar arena, aun cuando el grupo se presentaba a las 10 pm, porque queríamos vivir los preámbulos de la actuación. Este tipo de eventos se encuentra rodeado por toda una parafernalia en sus inmediaciones. “Lleve la camiseta de KISS”, “píntese la cara aquí”, “máscaras y gorras”, se escuchaba gritar a los vendedores ambulantes con todas sus fuerzas, mientras buscábamos el mejor precio para que mi esposa se maquillara igual que los artistas. Por fin había llegado el día, tuve que esperar 45 años, pero igual me sentía de 15. Fue encantador ver todo tipo de especímenes al lado de nosotros, jóvenes disfrazados, otros mechudos, vestidos de cuero, y sobre todo padres de familia con sus hijos, así como nosotros.
Cuando el show dio inicio, las 16.000 almas que se encontraban dentro del recinto entraron en furor, todos de pie coreando las canciones, los artistas descendiendo en plataformas desde lo alto mientras los fuegos artificiales y las explosiones alumbraban el escenario, un verdadero circo durante dos horas continuas, exactamente por lo que la gente había pagado.
Al día siguiente mis hijas, sin salir todavía de la emoción, le contaban al taxista, “uno de ellos escupía fuego”, “otro voló por todo el escenario con la guitarra”, otro botaba sangre por la boca”, “el otro le disparaba a unos ovnis con la guitarra”, lo que daba a entender que lo habían disfrutado, mientras me mantenía en silencio, ocultando la misma ilusión infantil que una vez llegó a invadirme.
Estos momentos en familia serán recordados toda la vida, como cuando mi padre me llevó a vespertina al teatro Analucía para ver una película en blanco y negro de Tarzán, con Jhonny Weissmuler, solos nosotros dos, una tarde de hombres.
Por cierto, los rockeros van al infierno, es una canción de un grupo español llamado Barón Rojo, que describe con exactitud los señalamientos para quienes nos gusta este género, pero que gracias a los tiempos modernos, hoy podemos salir si ser mal vistos.