Desde pequeño me han llamado la atención los que se montan en zancos, y caminan por las calles y se suben a los andenes y bailan y brincan y corren y les pican el ojo a las muchachas, sin caerse.
El primer zanquero que conocí fue mi primo Pablo Emilio Pedraza Ardila, quien fabricaba sus zancos con palos que él mismo traía del monte. Eran zancos pequeños, de apenas cuarenta o cincuenta centímetros, pero que lo elevaban lo suficiente para que los demás muchachos y los compañeros de la escuela corrieran detrás de él, aplaudiéndolo, gritándole, y algún malandro con ganas de empujarlo para que se cayera. Pero Pablo hacía sus demostraciones por las calles empedradas de Las Mercedes, sin que jamás se hubiera ido de jeta contra el piso. Pablo Emilio murió muy joven, en unas convulsiones de epilepsia, pero ninguno de sus primos le aprendió el arte de la zanquería.
Después llegó del campo un carpintero, de nombre Teófilo Angarita, tatareto al hablar, al que llamaban Champuerca. El hombre, en los diciembres, desfilaba en zancos, más altos que los de mi primo, y era la mayor atracción entre todos los disfrazados. Los organizadores le pagaban con cerveza, cuya botella había que subírsela amarrada a un palo hasta sus alturas donde refrescaba el guargüero en tres zancadas, literalmente. Champuerca envejeció y tampoco dejó herederos en el arte de caminar por las alturas.
Volví a ver zancos en las recientes fiestas de Cúcuta. Cuando escuché flautas y tamboras y timbales, aligeré el paso hasta la calle once, por donde pasaban a esa hora las comparsas que le daban un toque bullanguero a las tardes cucuteñas, inaugurando las fiestas julianas de este año. Lo primero que toparon mis ojos fueron los zanqueros, disfrazados de payasos. Iban altos, muy altos. ¿Cómo hacen para no caerse?, me preguntaba yo mismo. Bailaban al son de la papayera que los precedía y miraban desde arriba a la gente que los aplaudía. Yo seguí como embobado, metido en mis recuerdos de infancia, y entre aquella encantadumbre me parecía ver a mi primo y a Champuerca desfilando en sus zancos pequeñitos.
Tan ensimismado estaba, que di un tropezón en falso y casi me doy un tochazo contra el sardinel, de no ser por unas voluminosas nalgas que encontré y en las que me apoyé cuando iba para el suelo. La muchacha casi me pega, pero al ver mi situación de semicaído, se apiadó de mí y me dio la mano y me tomó del brazo y seguimos juntos y ahora somos muy buenos amigos. Lo que hacen los zancos.
Fue una tarde maravillosa, disfrutando de los zanqueros y de mi nueva amiga. Pero nunca jamás imaginé que aquella tarde, llena de emociones, había sido posible gracias a unos pesitos que en el presupuesto municipal estaban destinados a la Academia de Historia y que los trasladaron a otras actividades culturales del municipio en aquellas fiestas julianas. Supongo que los zancos estaban incluidos en aquel paquete cultural.
Por lo que veo, hay funcionarios que no caminan sobre la tierra sino que van por encima, como en zancos, sin mirar para abajo porque de golpe se caen, sin ver las necesidades de las instituciones que no están en fiestas y que necesitan recursos para sobrevivir.
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