Éstos casi dos años de Petro nos han mostrado un estilo de gobierno donde los poderes de presidente le resultan insuficientes y le estorban todos los límites que la democracia ha impuesto al poder.
Cada vez que un poder no hace lo que el presidente quiere, Petro se queja. Al entonces fiscal Barbosa que se atrevió a investigar a su hijo, le dijo que no olvidara que él -el presidente- era su jefe. Cuando la Corte Suprema de Justicia se demoró en elegir Fiscal -menos de lo que lo ha hecho con otros presidentes- Petro habló de un golpe blando, y convocó a manifestaciones para presionar la elección con ondeantes banderas del M19 -victimarios de los magistrados de esa Corte en la nefanda toma del Palacio-. Un presidente que exige que le nombren un fiscal de bolsillo pues su hijo, su hermano y su campaña estaban siendo investigados por graves delitos.
Así también, Petro habló de “golpes blandos” cuando el Consejo de Estado falló de acuerdo a la ley y dio lugar a la pérdida de curules del Pacto Histórico o cuando la Constitucional no acogió sus posturas. Por supuesto, sostiene que el Congreso irrespeta su mandato, cada vez que se le hunde un proyecto o cuando la discusión nacional señala que sus ideas no son más que caprichos. Tuvo entonces la idea de una constituyente que no solo cambiaría la Constitución, sino que empezaría por violarla porque no reconocería el mecanismo dispuesto para hacerla.
Sin embargo, el asunto ahora pretende ir más allá. A los “golpes blandos” y al poder constituyente los complementa ahora un discurso sobre la implementación del Acuerdo de la Habana. Según el Presidente Petro, este incluye la posibilidad de una asamblea constituyente para hacer una nueva Constitución, un mecanismo de Fast Track para aprobar con premura y sin discusión reformas legales en el Congreso y quién sabe qué otras sorpresas. Son nuevas fórmulas para la misma pretensión: pasar sobre los límites democráticos para imponer su visión de país.
Por supuesto, Petro pretende usar el Acuerdo de la Habana para ejecutar sus planes. La estrategia es buena. Por una parte, estamos ante el primer presidente que hizo parte de una guerrilla. Quiere negociar con las otras guerrillas y les ha otorgado estatus político y al mismo tiempo, les concedió ceses al fuego que les han permitido aumentar control territorial y crecer su número de hombres en armas. Algunos de los asuntos pactados seguramente le gustarán, pero sobretodo le permite emprender el sendero de refundarlo todo.
Abre nuevamente la discusión sobre las sanciones a los guerrilleros y la impunidad que se les otorgó. Resucita la discusión sobre el tratamiento de la Fuerza Pública y las inexistentes contribuciones a la verdad por parte de las FARC: narcotráfico, secuestro, reclutamientos de niños, abortos, esclavitud sexual... Todo eso que parece haberse borrado para ser suplantado por una versión de los guerrilleros dirigentes políticos que nos aconsejan sobre cómo construir la paz, cómo desarrollar el campo, cómo hacer la política. Los de las armas y la violencia ahora nos dan cátedra.
El Acuerdo de la Habana jamás fue nacional, y esa falla puede generar un nuevo terremoto. Si Petro logra dividir nuevamente el país en torno al acuerdo, tendrá despejado el camino que ha venido buscando para derruir y refundar.
Esto unido a que esta vez buscarán darle esos o más beneficios a los demás criminales de izquierda. La cuestión es si estamos ante una nueva y mejorada versión de la combinación de las formas de lucha. Habiendo llegado por las vías democráticas al poder, imponernos el decálogo de una izquierda radical irrespetando los límites democráticos.
Estoy convencida de que nuestra democracia podrá acotar y frenar los poderes imperiales que Petro anhela; pero también comprendo que no será fácil. El país afrontará mayores dificultades económicas causadas por la incertidumbre. Pondrán a prueba nuestra capacidad de llegar a acuerdos para defender lo que hemos avanzado y sobre todo para que nuestra frágil democracia, en vez de fallecer, florezca.
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