“…Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse… “Las cosas tienen vida propia –pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima…” (Cien años de Soledad).
El gitano arrastraba dos imanes gigantescos por las calles, y la gente se asustaba al ver que todo objeto metálico se iba detrás de los imanes: La vida propia de las cosas que creíamos inertes.
Cuando el progreso comenzó a meterse a Las Mercedes, con la llegada de la luz eléctrica (su comienzo lo narro en el libro El pueblo de los molinos de viento, cuya compra no vacilo en recomendar), también llegaron los primeros radios. Y los muchachos de entonces, que no entendíamos las leyes de la electricidad ni los intríngulis de los adelantos científicos, nos arrimábamos incrédulos, por detrás de los aparatos, en busca de la persona que hablaba. Mi abuela Lucía Esparza aseguraba que el fin del mundo estaba cerca porque la Biblia dizque decía: “Cuando veáis que los cajones hablan, entenderéis que el fin del mundo ha llegado”. No podíamos entender la vida propia de los cajones.
Uno de los inventos que a mí más me llamó la atención, fue el del telefax. Meter un papel a un aparato en una oficina, y que en el mismo instante, a miles de kilómetros, vaya saliendo un papel semejante con los mismos escritos y figuras, es algo increíble: La vida propia de las cosas.
A raíz de la fuerte invernada que azota algunas regiones del país, los noticieros nos muestran todos los días, crecidas de ríos, derrumbes de montañas, puentes caídos. Todo en una manifestación de que los ríos, las montañas y los puentes tienen vida propia, aunque no lo creamos. Todo es cuestión de despertarles el ánima, dice Melquíades, y el ánima se les despierta con la tala de árboles, las quemas de bosques, los puentes mal hechos…
Cuentan los más viejos, que el Pamplonita en Cúcuta bajaba por lo que hoy es la avenida primera, y que poco a poco al río lo fueron corriendo para ir urbanizando el sector. El río no lo olvida y cuando se crece, busca su antiguo cauce, el de la avenida primera. Por eso, las inundaciones. Los ríos tienen ánima y se les despierta en los inviernos.
El ánima de la tierra se despertó en Cúcuta el 18 de mayo de 1875 y se produjo el fatídico terremoto que tantas víctimas dejó. Y para no ir muy lejos, el ánima del viejo Gramalote se despertó hace poco, en diciembre de 2010, y produjo el deslizamiento que provocó la destrucción del pueblo. Las campanas de la iglesia sonaban lúgubres cuando las torres se fueron desplomando ante la vista impotente del cura y de los feligreses.
La patria tiene vida propia y vida propia tienen sus símbolos. Si hay algo mal, alguna reacción se produce. A los pocos días de posesionado el presidente Petro, la bandera de Colombia se le vino encima, cuando trataba de comenzar uno de sus discursos. Algo no le gustó a la bandera y tome, mijo. ¡Las cosas tienen vida propia!
gusgomar@hotmail.com
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion