Qué placentero me hizo el mundo la literatura, cuán ancho y esplendoroso, cuánta esperanza en la quietud y la paz para soñar -e intuir- la belleza en el romanticismo, la música y la filosofía…(No sé qué hubiera hecho sin ella…)
Aprendí a rastrear fábulas, lejanías, rostros, ausencias, en La India, en una caravana árabe, en los puertos de mi velero azul, o en un libro, como La Ilíada, que despertó mi pasión por Troya, El Mediterráneo y las rutas del mundo.
Me enseñó a comprender -más que a conocer-, a consolar mi imperfección con más estudio, a peregrinar con semillas de ilusiones en la alforja y dejarlas germinar sólo en el eco del silencio y la delicia de la soledad.
A descifrar el universo de un escritor y disponerme, con humildad, a absorber la pureza de su arte, a presentir hilos paralelos de mística e intelectualidad, sembrarlos en la intimidad y fecundar, así, mi ignorancia.
La literatura posee un encanto tal, que convierte al lector en un personaje más, hecho de palabras, apto para doblar, sigilosamente, las esquinas de la prosa, o del verso, con el lenguaje sabio seduciendo la memoria.
Y descubre en las cosas simples -y bonitas- una bienaventuranza que la inteligencia no puede refutar, algo así como un faro, una rosa roja, una luna…o un mar, aquellas evidencias del alma que pactan la bondad con la vida.
La literatura es el umbral de la casa espiritual, en donde el pensamiento se vuelve una leyenda -tan natural- como cuando el corazón imagina los bordes del infinito y aloja en ellos la esencia de su libertad.
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