"Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí,...", escribió Alfonso Reyes, en un poema titulado Morir. Seguramente algunos de quienes leen estarán por pisarla y otros ya la han franqueado. Y a otros les faltarán, años más años menos para arribar. Hablo de la frontera de los sesenta años, no la de la muerte, que es ignota y se antoja fascinante. Se trata de los 60, la década LX (y XL también), que se nos presenta como un número redondo, significativo, así como sentimos especiales los 50 o los 40. Al llegar a los cuarenta, por ejemplo, ya no nos queríamos comer el mundo como cuando adolescentes.
Es más, a muchos se nos atragantó la fecha, otras lo rumiaron demasiado y algunos apenas lo habrán digerido. Esta década es la mejor, escuchamos, lo alcanzamos a intuir o lo proclamamos. Tal vez porque no contamos con que esos 120 meses (quién sabe cómo, quién sabe a qué horas) pasan como un rayo y apenas nos damos cuenta de que ya pisamos el medio siglo. Y claro, para evadir la cifra nos inventamos una fiesta especial. Celebrar ¡los 50! con la pretensión ilusoria de marcar algo así como la mitad de nuestra vida, otra frontera.
Llegar a los 60 es aterrizar en arenas desconocidas, por no decir fango. Es ese momento en el que no se te considera un anciano, pero tampoco te cabe el remoto adjetivo de joven. Estás entre dos aguas. Entre lo que fue y se difumina, y lo que viene entre la niebla. Puedes tener más o menos inflada la chequera (¿quedan cheques?), más o menos asegurada lo que llaman vejez, pero lo cierto es que a todos nos aguardan los cambios. Variaciones que, aunque ya vienen sucediendo, se acentúan o se hacen evidentes. Porque te das cuenta, porque te los enseña el espejo o porque te los enrostran.
Es ese momento en que tu geografía se llena de puntos rojos o bultitos pardos como indicando ciudades. Manchas representando lagos. Lunares como volcanes. Hendiduras en la piel como ríos secos, como deltas resecos. Hablando más claro: floración de verrugas, manchas cutáneas y en las manos, dilatación de la próstata en los varones y vacilaciones sexuales en las mujeres.
Bueno, ¿pero será todo tan malo? ¿Habrá algo grato “allende aquestos confines”? como diría algún poeta añejo. Claro que sí y claro que no. ¿Nos cederán el paso en el ascensor, en el autobús, a la entrada del club? Tal vez. Y tal vez nos moleste. ¿Acaso te parezco un viejo? Hijo, si estoy enterita, dirá la otra. ¿Los más jóvenes verán en nuestras calvas y en nuestras barrigas, pistas de lucidez, de experiencia acumulada?
Quién sabe... De pronto escuchen nuestros recuerdos rancios, nuestras anécdotas repetidas. Sí, pero no tanto o con tinte de conmiseración. Tal vez nos claven los nietos los viernes por la noche. Seguramente nos despierten los fantasmas en la madrugada. O las culpas, o los deseos truncos, o los polvos perdidos, o los enemigos encontrados. Y todas, todos, (queriéndolo o no) aguardando el número de la rifa, el que dañará el mecanismo y nos lleve al lindero final.
A cada instante se cruza una frontera, como un retén sin retorno, como una porcelana rota que nunca volverá ser la misma. ¿Apelamos al relamido “carpe diem”? Pues sí, pero lo justo, sin olvidar los retrovisores y poniendo la mano en visera, a ver qué viene. Para rematar este canto aciago cito otro verso, este de Piedad Bonnett: ¡Ay! Aquí está la vida y yo viviendo. / Y detrás va la muerte agazapada.