No hay nadie que, en este país, haya abusado tanto del poder, que el procurador Alejandro Ordoñez. En nombre de su enfermiza santería y tras sus aspiraciones políticas, se había venido convirtiendo en un intolerante funcionario que, en vez de proteger y representar a toda la sociedad, se comportó de manera soberbia, sectaria y perseguidora, con quienes no comulgaban con su credo, desconociendo frontalmente la Constitución que juró defender.
Un personaje que había sido reelegido de manera ilegal, al haber comprometido el voto de parte de quienes lo reeligieron, a cambio de nombrarles familiares en altos cargos de la Procuraduría ,y que frecuentemente despreciaba las libertades públicas, los derechos de las minorías y la respetabilidad de las instituciones, ¿cómo podía aspirar a terminar su periodo institucional, a base de truculentas leguleyadas, con las que había venido torpediando la ponencia de destitución que desde hace mucho rato reposaba, en su contra, en el Consejo de Estado? ¿Cómo viene a decir, ahora, que la ponencia de destitución nació en los últimos seis meses, por presiones del presidente Santos, a petición de la guerrilla de las Farc, cuando desde el 11 de julio de 2014, el Magistrado Alberto Yepes, había presentado ponencia de destitución , por graves irregularidades en su reelección?
Un hombre que se opuso férreamente a los Acuerdos de la Habana y, desde luego, al proceso de paz con las Farc, no obstante ser uno de los más altos funcionarios del Estado, incurrió, por esas sola condición, en una actitud antipacifista que lo dejo muy mal parado, no solo con su país, sino con la humanidad.
Un jefe del Ministerio Público, que utilizaba su poder disciplinario, para intimidar a los funcionarios y que distorsionaba la verdad para mostrarse como perseguido político del Gobierno, no debió haber tenido jamás esa amplia dignidad que ejerció desbordadamente, sin ningún control, sin el menor asomo de pudor, ni la más mínima muestra de recato. Es, para decirlo sin ninguna clase de tapujos, la persona que más abusó de su investidura en el ejercicio del cargo. Para demostrarlo, basta leer los fallos del Consejo de Estado que han revocado sus providencias arbitrarias. Desgraciadamente, como esos fallos de favorabilidad a veces tardan años, el remedio llega de manera tardía, cuando el daño resulta irremediable. Finalmente, debemos decir que cuando creíamos que sus excesos y abusos de poder habían disminuido, nos sorprendió con sus últimas arremetidas contra la paz, lo cual hizo para congraciarse con el ex presidente Álvaro Uribe, enemigo público número uno de la reconciliación nacional. Cuando la mayoría de los colombianos esperábamos un mínimo de moderación y de imparcialidad de su parte, nos encontramos con todo lo contrario. Amenazó autoritariamente con procesos disciplinarios a todo funcionario que públicamente se pronunciara a favor del plebiscito por la paz. A alcaldes y gobernadores les advirtió que les estaba rotundamente prohibido hacer campaña por el sí. El irrespeto que con tales posturas mostró por las instituciones, fue aberrante. Su poder, sustentado en el amedrantamiento y el miedo, lo convirtieron en el peor enemigo de la paz. Afortunadamente, después de tantos atropellos y desmanes, la justicia le piso los talones y se fue de bruces.