
El artículo 228 de la Constitución alude a la autonomía de la administración de justicia en los siguientes términos, que algunos parecen olvidar: “La administración de justicia es función pública. Sus decisiones son independientes. Las actuaciones serán públicas y permanentes con las excepciones que establezca la ley y en ellas prevalecerá el derecho sustancial”. El 230 insiste: “Los jueces, en sus providencias, sólo están sometidos al imperio de la ley”.
Para alcanzar los fines del sistema democrático y para realizar los postulados inherentes al Estado de Derecho, es fundamental una justicia independiente. Su autoridad y respetabilidad son elementos de primer orden para la efectiva vigencia de las instituciones. En el ámbito de sus atribuciones y competencias, jueces y tribunales deben adoptar sus decisiones solamente con base en la Constitución y en la ley, según las pruebas aportadas o recaudadas y los contenidos procesales, con plena autonomía, solidez e imparcialidad.
Como lo ha reiterado la jurisprudencia -tanto la de la Corte Constitucional como la de la Corte Suprema de Justicia-, el juez tiene que fallar solo con arreglo a Derecho. No está sujeto a decisiones, órdenes o discursos gubernamentales ni a tendencias partidistas o ideológicas.
Tampoco a las conveniencias o intereses de grupos o personas. Sus decisiones tienen por referencia básica el imperio de las normas fundamentales y la pertinencia de las leyes que regulan los procesos.
Esa sujeción al orden jurídico, la imparcialidad y la autonomía judicial constituyen garantía primordial para bien de la sociedad, otorgan seguridad jurídica, preservan los derechos, exigen los deberes y proporcionan la indispensable confianza en la sagrada función de hacer realidad, en cada caso, un orden justo.
Desde luego, esa misma independencia exige mucho a los jueces, tanto en su preparación jurídica -general, actualizada y especializada- como en el conocimiento directo y específico de los elementos procesales y de la normatividad aplicable, que deben abordar con criterio recto, imparcial y objetivo. Ellos, en uso de sus atribuciones, no pueden confundir autonomía con arbitrariedad, ni el sentido de sus fallos con intereses o propósitos ajenos al Derecho.
En aplicación de esos principios y sobre esas bases, las providencias que profieren los jueces en el ámbito de sus competencias, a la luz del Derecho y previo examen, verificación y análisis del material probatorio respectivo y la objetiva evaluación de los alegatos y argumentos de las partes, merecen el respeto de todos y su cabal cumplimiento, sin perjuicio de los pertinentes recursos previstos en las leyes.
Así es en un Estado de Derecho. Los jueces son independientes y, por tanto, sobre ellos no debe haber presión externa. Sus fallos no se adoptan según el peso de las influencias políticas, ni de acuerdo con la magnitud de marchas o manifestaciones públicas, ni a la luz de las opiniones de expertos en medios de comunicación o en redes sociales. Menos aún pueden obedecer a sugerencias, amenazas o declaraciones de funcionarios extranjeros. En este último aspecto, no cabe duda: son inaceptables expresiones como las que han tenido lugar en días recientes a propósito de una sentencia proferida por una juez penal. Allí está en juego no solamente el respeto a nuestras leyes y a nuestra justicia sino la soberanía del Estado colombiano.
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